“…hubo una época en que La Esmeralda era el vividero más sabroso y el barrio más bacán de toda Popayán…” Marco Antonio Valencia. Oscuro por Claritas.
Por: Andrea Sofía Pabón Burbano
Mi abuela materna aún carga en los ojos el milagro de noches desveladas, noches post-terremoto del ochenta y tres que se reviven en las historias de los payaneses cada año por esta época. Cuentan que después del terremoto la gente dormía en los antejardines, bajo el sereno atiborrado sobre la neblina de las madrugadas, o en las ruinas de las casas de los barrios olvidados, que se volvieron polvo o se partieron en dos.
“Cuando vivíamos en El Libertador, éramos como diez, nosotros dormíamos en todo el frente, donde ahora hay una casa grande, allí donde usted jugaba con las piedritas cuando era niña. Todo eso era un solar, ahí nos despertábamos con cualquier bulla y nos poníamos a rezar el rosario, pensando que estaba temblando”, dice ella mientras me mira besar la taza de porcelana un par de veces para saborear el café que acaba de hacer.
Asegura que la mayoría murieron desnudos. “Desnudos en la ducha, o desnudos en las casas de cita” y agrega “mejor dicho, vueltos una nada”. La abuela dice eso aún con el destello del milagro que pende de un hilo y se balancea sobre las palabras recién dichas. Seguro que hay cierta belleza en morir desnudo y vuelto una nada, sería como morir sobre los arreboles del cielo.
Digo esto porque nací en un barrio de atardeceres del sur-occidente, ahí en los jueves santos se festejaba con “lo que mi Dios reparara para comer”, como solía decirse. Eso sí, la mesa de madera roída por el comején, impregnada de un hedor de humedad, era larga y la llenaban familiares y amigos que llegaban de largos viajes. Se servía pescado frito, papa, yuca y a veces consomé o sancocho. Mis tías se paseaban por los pasillos de la casa con grandes bandejas relucientes de aluminio y platos servidos al tope, igual que caravanas de camellos cruzando el desierto en fila india.
Hay un lugar de esa casa que recuerdo con un gran pavor semana-santero: el tanque de agua. Muchas veces le encargaban a la abuela matar un par de palomos para hacer consomé de palomo con hierba, y ella, bien mandada, los sujetaba por las alas y sus cabezas se hundían bajo la superficie del agua, como matando su eterna vigilia, llenando el vacío con burbujas efervescentes que se iban desvaneciendo como un sueño ante mis ojos infantiles. Terminaban desplumados, rosados y colgados en los alambres del patio, tostándose al sol y aireándose en las sombras bajo el yoyo que subía y bajaba del cielo. De ellos resultaba un caldo negrezco y espeso que todo el mundo bebía gustoso, pues las palabras de los mayores incentivaban su consumo: “coman, que eso es bueno pal’ cerebro”. También morían así los peces que traían vivos de Silvia, agonizando en ese tanque hasta el anochecer, morían de cloro o de pedacitos de jabón carcomiéndoles las agallas y quedaban flotando en la misma superficie burbujeante, suspendidos en ese vacío.
Existe algo de la Semana Santa más allá del centro histórico y sus noches floridas de sahumerio y procesiones, algo como un fuego de origen, de refugio; en los barrios populares las historias nacen, renacen y la obscuridad se ilumina en los patios de las casas que arden en las tardes agonizantes o se inundan de aguaceros temblorosos. Evocando el sopor que hilvanaba el aire en aquellos patios laberínticos, pienso que si se ha de morir joven o desprevenido, ojalá y se pudiera desear la muerte de las palomas o los peces, o de los desnudos sorprendidos por el desastre; apenas un cuerpo quedaría eternizado sobre esa mesa larga de humedad y de tiempo que solo podría estar en esa casa de La Esmeralda, donde uno se subía al eternit para ver los eclipses o divisar el domo lejano de la catedral y así, petrificado y aterrado, como si la mera imagen ya husmeara en los huesos, uno quedaba vuelto una nada, desnudo ante la vastedad del cielo sur-occidental, minúsculo bajo las nubes deambulantes.