A la luz de una vela

Por Silvio E. Avendaño C.

Salí cuando la noche comenzaba a extender su misterioso manto sobre la ciudad. Allá, a lo lejos, los rayos del sol daban su último fulgor, después de una tarde lluviosa, acompañada de relámpagos y truenos. Pronto me encontré caminando, junto al paso raudo de los vehículos. Me detuve al acercarme al sumidero. El agua formó un charco, dado que el sumidero, se hallaba atascado con basuras.   Vehículos veloces pasaban y chipoteaban la acera.

Comenzaba a caminar por la oscuridad, los reflectores se hallaban sin energía. Llegué al supermercado y las puertas electrónicas fuera de servicio, posiblemente los clientes se quedaron encerrados cuando la tormenta suspendió. Entonces, me dirigí hasta el otro mercado que permanecía abierto. Con cuidado, porque al pisar una baldosa que se ha desprendido del cemento salpica y moja. Por las ventanas y puertas de las casas entreabiertas se veía la luz fugaz de la linterna de los celulares moviéndose para un lado y otro. Aceleré el paso por entre sombras que circulaban por la acera. En el parquecito ramas, de árboles desprendidas permanecían en medio de los charcos. En el paradero vi personas que esperaban una buseta o un auto que los llevaran. Pronto percibí el olor de chorizos en una venta callejera, instalada en la acera de los transeúntes, mientras el transito colapsaba pues los semáforos se hallaban apagados y los vehículos iniciaban una lucha azarosa para cruzar, bien en línea recta, a la izquierda o la derecha.

Por fin llegué al mercado y por fortuna permanecía abierto. Sin embargo, no se distinguía la clientela, sólo brillaban los cocuyos de los móviles. Las neveras de la sección de carnes se permanecían en la oscuridad. Poca visibilidad al interior del local. Los vigilantes aguzaban la vista ante el peligro de los ladrones. Pronto me acerqué a la sección de panadería y tanteando cogí un pequeño paquete de tostadas. Entonces me dirigí a la caja para pagar por el costo. Y, ahí comenzó lo más curioso e interesante.  La cola se encontraba detenida, no avanzaba. Los ordenadores por ausencia de energía fuera de servicio.  Las cajeras no sabían el precio de los artículos, entonces gritaban: “Salsa de tomate pequeña” y hasta el estante del producto se encaminaba una chica para mirar el precio. Otro perdido: “leche condensada”. Y, me imagino que la mujer corría hasta el estante donde se hallaba el artículo etiquetado…Más lo interesante del asunto se presentó cuando una señora llegó a la caja registradora con una cesta atiborrada de productos. Entonces, alumbrada por un móvil, la cajera tecleó el valor de cada producto, más dudaba al sumar, restar y devolver el resto de un billete de cien mil pesos.

El hombre, detrás de mí, manifestó: -Hemos retrocedido cincuenta años al interrumpirse el servicio eléctrico

-No es cierto -añadí- porque hace cincuenta años cualquier tendero sabía sumar, restar, multiplicar o dividir.

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