Columna de opinión
Por Antonio González Otálora – Agonzalezotalora54@gmail.com
Se podría decir, sin temor a equivocarnos que existe un consenso universal acerca de que la educación es uno de los factores que contribuye de modo decisivo al desarrollo de los individuos y de los pueblos. Actualmente, es cada vez más aceptado que, para la inserción exitosa del hombre en los cambios acelerados que se producen en todas las esferas de la vida humana, la educación se resignifica en sus funciones sociales, convirtiéndose en una herramienta estratégica para la formación de la nueva ciudadanía del siglo XXI.
Cambios acelerados en la producción, procesamiento y distribución de la información; avances en la ciencia y la tecnología; reconfiguración de las estructuras de poder y de las formas de ejercicio de la ciudadanía; así como crisis de diverso orden, son solamente algunos de los fenómenos que marcan el mundo de hoy. Este campo de tensiones interpela a la educación, la cual se ve puesta en cuestión y es desafiada a transformarse y a agenciar procesos de formación haciendo frente a criterios eficientistas que intentan imponerse, en no pocas ocasiones, sobre aquellos de tipo pedagógico orientados a la generación de condiciones de desarrollo social.
Pensar en el desarrollo humano desde la escuela nos debe hacer reflexionar, según Ospina Serna (2003)[1] en la necesidad de un proceso educativo orientado al empoderamiento de los niños y los jóvenes desde el desarrollo de su potencial afectivo, su potencial creativo y su potencial ético. Agrega Ospina Serna que el desarrollo potencial afectivo se debe articular alrededor de un trabajo centrado en el fortalecimiento del autoconcepto de los niños y los jóvenes, de su capacidad de expresar y recibir afecto y de su capacidad para aceptar y vivir actitudes de equidad y de justicia. El desarrollo potencial creativo debe orientarse hacia la capacidad de los niños y jóvenes para enfrentar y resolver conflictos, mientras que el desarrollo del potencial ético debe formar valores y fortalecer en los niños su posibilidad de participación y vivencia de sus deberes y derechos. Es por eso que necesitamos proyectos escolares que de manera integral incidan en la vida de las instituciones educativas, en sus espacios curriculares, en los recreos, manuales de convivencia, organismos de representación, escuelas de padres y relaciones con la comunidad.
Necesitamos entonces de una escuela que se interese por un genuino desarrollo humano en sus estudiantes, buscando eliminar de sus prácticas las generalizaciones, las expresiones descalificadoras, la estigmatización y humillación, y más bien, centrarse en todo aquello que lleve al reconocimiento de la singularidad, la autoestima, la identidad, la dignidad y honra de las personas. Estamos necesitados de una escuela que reflexione sobre su propio papel ante la necesidad de contribuir con la formación de seres sensibles, creativos, dinámicos, capaces de resolver problemas, formados en valores éticos de verdad, honradez, honestidad, lealtad, responsabilidad, solidaridad, tolerancia… jóvenes capaces de conmoverse ante las cosas sencillas y hermosas de la vida. Desde luego no podemos desconocer la doble responsabilidad que tiene la escuela, pues como lo dice Tavera Dussàn (2003)[2], la escuela, no sólo debe tratar de instaurar un código de valores como comunidad justa, sino que debe también aprender a enfrentar todas las situaciones de conflicto y problemas que en ella circulan como la discriminación, la agresividad, la violencia, la competitividad, aportando estrategias para resolver autónomamente tanto los problemas personales como los sociales.
Así que, uno de los aspectos centrales, entre tantos, de los que debe preocuparse una escuela interesada en una educación para el desarrollo humano, es precisamente, el de fomentar estrategias que estimulen el diálogo, la expresión de necesidades, intereses y problemas a partir de lo que sienten y piensan sus estudiantes en el mundo de vida individual y colectivo, lo que indudablemente contribuirá a fortalecer y a recrear las necesidades humanas y a construir ambientes de aprendizaje variados, motivadores, significativos, afectivos, en donde ha de privilegiarse la participación, la autonomía, el respeto, la subjetividad y la intersubjetividad.
- Ospina Serna, Héctor Fabio. Los niños, las niñas y los jóvenes, recuperan su voz en la construcción de procesos de paz. En, La Escuela y la construcción de convivencia, Red de Pedagogías Nodo Huila, Neiva, agosto, 2003. ↑
- Tavera Dussàn, Mireya. Convivencia y Escuela; en La Escuela y la construcción de convivencia, Red de Pedagogías, nodo Huila, Neiva, agosto, 2003. ↑