QUEIPO F. TIMANÁ V.
El mes de diciembre de por si nos llena de alegría, pero, situándonos en nuestra adolescencia, hay situaciones que quedan grabadas en la memoria, escritas con tinta imborrable de la vivencia y guardadas en lo más profundo de nuestros afectos.
En Bolívar-Cauca, años 60 del siglo pasado, una de las costumbres que se cumplía con la exactitud del reloj, era asistir a la misa de gallo a las 5 a.m. en la capilla del hospital. Las hermanas vicentinas arreglaban bellamente la capilla con luces, arreglos navideños y un llamativo pesebre, con todo el empeño para que pareciera al que describen las lecturas sagradas; ya más recientemente en compañía de mi esposa Yamile Kure tendría la oportunidad de viajar a Israel y conocer de cerca el punto exacto en donde estuvo la cuna del nacimiento del niño Jesús, ya que visitamos Belén en Palestina, además de las ciudades de Tel Aviv, Nazaret, el Lago de Galilea y el mar muerto.
Un estímulo para asistir a la misa de las 5:00 a.m. era que las cohortes de señoritas asistían bien arregladas, estrenando por lo general, acompañadas de sus mamás, las cuales aprovechaban para robarse una mirada de sus pretendientes, percatándose de que su progenitora no se enterara.
En las relaciones amorosas de ese tiempo, lograr una correspondencia en la mirada significaba un gran avance, permitir que se le enviara una carta era súper, una escapada de la casa para encontrarse en una esquina era jugar con candela, tomarse de la mano era un compromiso real y robarle un beso era una definición de matrimonio.
El concurso de los amigos, que nos prestábamos mutuamente, era vigilar que no fuesen a darse cuenta los papás de la novia; si esto llegase a suceder y el pretendiente no era del agrado de sus padres, la niña empezaba a ser cuidada celosamente, por lo general por una tía o una familiar huraña.
Otra tradición, esperada con ansiedad, era poder comer un plato de “noche buena”, las señoras de Bolívar, de generación en generación, enseñaron a preparar variedad de viandas y dulces típicos que se vuelven provocativos por su coloración y sabor: piña, papaya, naranja, limón, cidra, breva, coco, leche, manjar blanco y natilla y muchos más.
Entre los jóvenes se jugaba a los “aguinaldos”, si bien estos se jugaban por separado según el estrato social, era un buen pretexto para afianzar romances y consolidar amistades.
El párroco de Bolívar, Clemente Vidal, natural de Silvia, de buena presencia y muy culto nos dictaba religión en la Normal, pero tenía como coadjutor al Padre Cabrera, quien predicaba que todo era pecado en este mundo, una confesión con él, diciéndole los pecados veniales más inocentes, salía el penitente del confesionario aterrorizado por que le anunciaba que estaba condenado y lo esperaban las llamas del infierno, y si se dejaba le daba unos cocotazos, llegó a asegurar desde el púlpito el día y la hora en que se acabaría el mundo en 1963.
En diciembre también se programaban conjuntos musicales y disfraces, cómo no recordar la orquesta “La Lira” que amenizaba la misa de gallo y entre los nombres de los músicos recuerdo a Arturo Daza Zúñiga, José Antonio Zúñiga, Marceliano Zúñiga D. Uno de los disfraces, en un diciembre que llamó la atención, fue el de revolucionarios armados con fusiles de madera, bayonetas y machetes de agricultura, que caracterizaron Libardo Dorado, Emiro Robles (el negro), Argemiro Alegría, entre otros, en representación de la toma de La Habana por Fidel Castro, El Che Guevara, Camilo Cienfuegos. Unas piadosas damas fueron a contarle al Padre Cabrera que habían desfilado esos comunistas estudiantes en su mayoría universitarios, por lo cual el Sacerdote ordenó a la comandancia de la policía que esa noche los apresara, porque eran un peligro para la sociedad y les aplicara el rigor de la ley; los jóvenes informados del chisme se escabulleron por varios días y Bolívar nunca pensó que en verdad sería tomada por la guerrilla del Eln unos pocos años después, la cual sí destruyó realmente el comando de la policía y varias casas.