Una nota sobre Epicuro

VÍCTOR PAZ OTERO

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Más que un ser vivo, que alguna vez existió y filosofó con serena y despierta lucidez, Epicuro se nos presenta, las más de las veces, como la víctima de una leyenda que lo tergiversa o como la suma de una serie de adjetivos vacíos que nos lo ocultan. También, y no en pocos casos, Epicuro y su jardín han sido considerados por una difundida versión popular, como el hombre y el sitio donde se orquesta una visión de la vida entendida como orgia y como festín, como obsesión insaciable de goce o como sabia y perpetua fuga de todo aquello que signifique dolor y sufrimiento. En ese falso jardín de Epicuro han encontrado refugio muchos equívocos deleites, muchas inconcebibles perversiones y una innumerable serie de posibilidades placenteras, de la cuales el buen y sabio filósofo no tiene la menor ni la más mínima responsabilidad.

Hasta ahora nadie se ha puesto de acuerdo sobre el lugar en el que vino al mundo. Si fue en Samos o fue en Atenas. Lo que nadie discute es que después de retornar de uno de sus numerosos viajes que hizo en su juventud indocumentada, se instaló a vivir en Atenas y que en el año 306 antes de Cristo, cuando el filósofo tenía 35 años, fundó ahí una escuela a la que llamó el jardín. La cual desde su propio comienzo estuvo reconocida y afamada por el enorme prestigio derivado de la enseñanza del maestro y en especial porque en la susodicha escuela se empezó a rendir culto casi místico a los rituales de la amistad. Pero esa amistad, distinto a lo que acontecía en la academia de Platón, o en el liceo de Aristóteles, incluía a la mujer. Eso sin duda aporta la pequeña gran diferencia, en esa época donde la mujer, además de ser considerada solo como reposo del guerrero, poco contaba en los otros grandes afanes y azares de la vida. Ignoramos si las exaltadas feministas han valorado en su justa dimensión el gesto extraordinario y maravillosamente subversivo de Epicuro de haber invitado a las mujeres al festín iluminante de la filosofía. Pero lo cierto es que a partir de ese momento la “amistad epicúrea” alteró muchos procederes en la vida cotidiana de la historia y ese concepto se hizo exaltante y deleitoso.

Epicuro era un filósofo que caminaba en contravía de las grandes corrientes y concepciones que imperaban en su tiempo, Divergía de platónicos, estoicos y peripatéticos. Tuvo dos grandes y poderosas obsesiones: que los seres humanos eliminaran el terror y el temor a los dioses y que igualmente se liberaran de ese mismo temor y terror a la muerte. Respecto a lo primero, y al parecer con manifiesta astucia que le evitaría conflictos incontables en un mundo virtualmente signado a una enorme cantidad de dioses, declaró que los dioses eran demasiado perfectos y que eso os colocaba en una órbita lejana e inalcanzable para los hombres y que por lo tanto esa lejanía y ese estado de suma perfección hacia que se volvieran indiferentes al destino o a las aventuras, tragedias o miserias de los humanos. Epicuro deja sin piso la poética afirmación de que los dioses sueñan tragedias para que los hombres tengan algo que contar. Sin duda que el filósofo posibilita una especie de teísmo pasivo y la devuelve a las criaturas humanas la plenitud de sus goces y de sus catástrofes y convierte el mundo celeste de las divinidades en una simple e insospechada ficción literaria.

Quienes han estudiado su obra consideran que esos fueron los dos grandes ejes de su cavilar. Y esa obra se orientaba a proporcionar elementos para el logro de una vida feliz. Felicidad que se alcanzaba conquistando la autarquía y la ataraxia, no como formas de insensibilidad sino como eliminación y ausencia del temor, del dolor y de la preocupación. Sabiduría es desmantelar lo que se opone a la felicidad y cultivar lo que dilata sus dominios. Es apología edificante del placer, pero el placer entendido en un amplio espectro de significaciones. Pues la búsqueda del placer puede conducir a la serenidad. Por eso su filosofía termina convertida en ética. Proclamó con contundencia que la filosofía esencialmente debe servir para curar los sufrimientos del alma, pues de lo contrario sería algo de inutilidad pura.

Sin embargo, de esta predica de mesura y serenidad, de esta apología de los placeres balsámico que inducen al sosiego, al buen Epicuro se lo ha convertido en un hedonista intransigente y fanático. En un profeta del desorden para los sentidos, en un sumo sacerdote de todos los placeres y de todos los goces del cuerpo.

Lo importante es que sigan naciendo filósofos que exalten y prediquen los goces múltiples de la vida.