Yerro jurídico de la corte constitucional (I)

FERNANDO SANTACRUZ CAICEDO

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La Corte Constitucional es una institución que da a conocer parcialmente sus decisiones trascendentales por medio de “comunicados”, instrumentos que sirven para informar a la ciudadanía sobre los aspectos sustanciales que contiene una sentencia. Tal conducta es aberrante puesto que, en casos cruciales como el del fast track, genera dudas y desconfianzas jurídicas que inducen a interpretaciones erróneas, por laxas o rigurosas. Tal proceder tiene que abolirse, reemplazándolo por la publicación íntegra de sus fallos.

Es indispensable aclarar un axioma que por su evidencia debería ser admitido de plano, sin demostración alguna. El Acuerdo Final del Teatro Colón, suscrito entre el Gobierno Nacional y las Farc-EP en noviembre de 2016, es un acto de naturaleza exclusiva y excluyentemente política, firmado para zanjar las profundas diferencias que impedían la terminación del último conflicto armado iniciado hace más de cincuenta años. Con él se pretenden superar en el mediano y largo plazo los antagonismos económicos, sociales, políticos y culturales más agudos vigentes en Colombia, desde el régimen colonial. Su implementación exige conocer el devenir histórico del país, comprensión que excede con creces cualesquier saberes jurídicos, por ilustrados y sabios que sean. Aquí radica el origen del problema. La Corte Constitucional con su unilateral y limitada concepción jurídica decidió ignorar ostensiblemente nuestra problemática histórica reciente –incluida obviamente la guerra y sus secuelas–, fallando contra el desenvolvimiento normativo ágil y la construcción material del proceso de paz. Tal es la magnitud del daño causado.

Los fanáticos del NO a la paz y la derecha ultrarreacionaria agrupada en el Centro  Democrático, instigador supremo de la contienda guerrerista, demandaron ante el Alto Tribunal el procedimiento legislativo abreviado –fast track–, mecanismo establecido pro tempore para legislar expeditamente sobre materias de importancia excepcional para reconstruir el país; dicha entidad tramitó y resolvió la acción incoada, favoreciendo los intereses mezquinos del CD y sus secuaces. La decisión ha sido reverenciada por los patrocinadores del conflicto, incluidos desafortunadamente algunos destacados cultores del constitucionalismo nacional y los defensores ultranza de la “institucionalidad”, quienes se amparan en las manoseadas tesis de los “pesos y contrapesos” y en la transgresión del principio de la “separación de poderes”.

En breve, la sentencia desconoció el pasado histórico: 10 largos lustros de guerra; cientos de miles de muertos, víctimas, dolientes y desaparecidos; 8 millones de desplazados; las minas antipersona, sus macabras consecuencias y los discapacitados; las masacres y los falsos positivos; 4 millones de hectáreas saqueadas aplicando la barbarie, el latrocinio y los mecanismos notariales; los asesinatos y la depauperación campesina; los grupos insurgentes y las bandas paramilitares; las atrocidades recíprocas de las fuerzas combatientes; las mujeres violadas e insertadas contra su voluntad en las hileras de la muerte; la devastación económica, sociopolítica y cultural del país; el narcotráfico y sus funestas consecuencias; la infancia y la juventud sin horizontes de vida. En fin la destrucción, la desolación y la ruina. ¡Casi nada! Y también ignoró el presente: la dejación y entrega de armas; la desmovilización y la reinserción a la vida civil; la participación civilizada en política; la cesación bilateral del fuego; la terminación del secuestro, la extorsión, la retención, las “pescas milagrosas”, las tomas a la brava de pueblos y los botines de guerra; la erradicación de cultivos de uso ilícito y del  abigeato; el derecho a construir la paz por y para los colombianos. ¡Poca cosa! El insignificante olvido de los hechos por parte de los togados de la Alta Corte es digno del repudio ciudadano, pues con su monserga legalista ocultan el subfondo político de una decisión camuflada perversamente con un ropaje pseudo jurídico. Se trata de una falacia artificiosamente disfrazada que es imperativo deconstruir, desmontando analíticamente los elementos de su estructura conceptual, fundada en la perpetuación de los privilegios minoritarios.