Somos los que somos

ANA MARÍA RUIZ PEREA

@anaruizpe

Cambiar el chip de que no somos 50 millones, sino que apenas nos acercamos a lo 46, es un problema más complejo que criticar el descache en las proyecciones y cálculos demográficos. La cifra de cuántos vivimos en el país es la base para todos los estudios y todas las políticas de población, desde las muestras válidas de las encuestas hasta la medición de la tasa de desempleo o el censo electoral, que ya trae serias inconsistencias.

Por ejemplo, la Registraduría Nacional dice que somos 36,4 millones las personas que podemos votar, pero de acuerdo con lo que arroja el censo, en realidad no vamos a pasar de 34 millones. Si somos menos de los que creíamos ser, va a aumentar el número de municipios reportados como atípicos por la MOE, en los que hay más votantes que población, 141 según alerta de comienzos de este año.

Y así, las cifras se descuadran en absolutamente todas las instancias del Estado. Ser menos de los que creíamos ser obliga a ajustar el cálculo de dosis de vacunas que el Ministerio de Salud asigna a los municipios, el número de policías que se designa a un territorio, la edad pensional, el tamaño de un acueducto rural. Todos los aprovisionamientos estatales tendrán que ser reajustados una vez el resultado del censo se convierta en Ley el año entrante.

Saber cuántos somos no es un acto caprichoso de un gobierno, es una obligación que permite poner en marcha políticas públicas más apropiadas y ceñidas a la realidad. Por eso el estándar internacional que señaló Naciones Unidas desde mediados del siglo pasado es que los países realicen censos nacionales cada 10 años. En las últimas 7 décadas en Colombia se han realizado 7 censos, nada mal, pero no se ha cumplido la premisa de hacerlo cada 10 años, aquí se hace cuando se puede y cuando hay plata para hacerlo; los últimos censos han sido en 1951, 1964, 1973, 1985, 1993, 2005 y 2018.

El censo es tan crucial para el país, que debería estar amarrado a un número fijo con valor simbólico; por ejemplo, hacerlo en los años 0, para amarrarlo a las efemérides decenales del 20 de julio de 1810, o al 9 por la otra fiesta patria, el 7 de agosto, o al 3, como se hizo ya en 1973 y 1993, y asociarlo al 5 – 0 a Argentina. Alguna cosa así. Porque dejar pasar 2, 3 o 5 años sin contarnos trae consecuencias muy complejas, como las que ahora van a aparecer en los computadores de miles de entidades que deben ajustar sus proyecciones de acuerdo con el número de personas que, efectivamente, convivimos en este desmadre país llamado Colombia.

En 1973 llegó a mis ojos de niña una cartilla sobre el censo que circuló con el periódico; ahí explicaban por qué se inmovilizaba a todo el país por un día para que el conteo fuera preciso. Recuerdo la visita del empadronador, que llegó por la mañana y mi mamá lo atendió en bata y le ofreció tinto. Observé que marcaba con un lapicero en un formulario lleno de casillitas cada respuesta que le daba mi mamá, y creo que ella torció la boca cuando le preguntaron las edades de los residentes en la casa y tuvo que decir la suya. La operación de saber cuántos somos en el país me pareció desde ese momento de dimensiones descomunales, complejísima y, gracias a la cartillita, de importancia superior. He contestado a cada uno de los censos que me han tocado, he reportado ante el Dane el crecimiento de mi entorno familiar propio, y he visto a lo largo de mi vida cómo la recolección de los datos pasa del formulario gigante llenado a mano, a la pantalla de una tableta.

Un descache de más de 4 millones en las cuentas me produce una sensación ambigua. De una parte, constatar que las familias son ahora más reducidas hace pensar que la decisión de tener hijos está siendo cada vez más controlada; que el promedio de edad hoy sea de 31 años y no de 22, da cuenta de una esperanza de vida más alta, de cierta mejoría en las condiciones de salud de la población. Pero que en el siglo de la conectividad aun haya fallos y descuadres entre lo que se responde por internet y en vivo, definitivamente deja mal parado al ente empadronador.

PS/ Frenar el vandalismo en las marchas de los estudiantes es muy fácil, señor presidente. En lugar mantenerse terco frente al clamor por una educación pública fortalecida, y apertrecharse en una reforma tributaria indignante, deje de atender reguetoneros y siéntese con los estudiantes, negocie. Ellos no son vándalos, pero hay una turba enardecida que aprovecha su descontento.