La poesía de Enrique Winter (casi un collage)

El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo le sigue la pista creativa al joven autor chileno y ofrece este «casi collage» con las voces críticas, y la suya propia, que han seguido la trayectoria literaria de un escritor en formación, ya notable.

Producción de las entidades organizadoras y el diario El Nuevo Liberal.

Por: Darío Jaramillo Agudelo

Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982) ha publicado hasta ahora cuatro libros de poemas: Atar las naves (2003), Rascacielos (2008), Guía de despacho (2010) y Lengua de señas (2015).

Portada ‘Paquete chileno’ de Enrique Winter.

En Colombia la Universidad de Los Andes, donde ejerce como escritor residente, publicó este año su obra poética reunida, bajo el sugestivo título de «Paquete chileno». Winter es uno de los escritores internacionales invitados por Popayán ciudad libro 2018 a compartir con el público su experiencia literaria múltiple como poeta, novelista y traductor.

1.

Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982) ha publicado hasta ahora cuatro libros de poemas: Atar las naves (2003), Rascacielos (2008), Guía de despacho (2010) y Lengua de señas (2015). La oportunidad de ver reunidos en un solo volumen esos textos permite una lectura en la que, por supuesto, hay una evolución y, acaso por lo mismo, metidos a biólogos, también se puede detectar una continuidad a lo largo de 16 años.

Los libros de Enrique Winter pueden leerse como biografía o como el itinerario de unos viajes hacia adentro y hacia afuera. Lo que insinúo, no como intención explícita del autor sino como experiencia de mis lecturas, es que estamos ante una autobiografía, alguien viaja hacia adentro con la experiencia de sus movimientos por el mundo; también con la experiencia de sus inmovilidades, de sus vueltas alrededor de la noria. Lo que dijo el mismo Winter en una entrevista de 2011 autoriza esta lectura: “En Atar las naves hay un deseo de mar, Rascacielos está escrito de espaldas al mar, entre los edificios y adentro de ellos, forzado el gesto de no mirarlo, pues otros ojos –que no los míos, como en el teatro– nos relatan. En Guía de despacho estamos dentro del mar”. Todavía no se había publicado Lengua de señas.

Llamo la atención sobre este itinerario que traza Winter, regido por lugares, escenarios del movimiento, del viaje; y hasta lo contrario, esa paradójica forma de viajar que, desde Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre, es el no viaje. Porque las cosas comienzan con las naves atadas, y es el título de su primer libro; pero aún con las naves inmóviles hay un movimiento, un cierto viaje circular. Dijo Winter: “Atar las naves propone que lo que nos está matando es la falta de viajes, una noción del espacio cerrado, a pesar de la posmodernidad; de que uno no viaja sino que peregrina. El viaje sería como un vector hacia adelante, mientras que la peregrinación es una vuelta en círculo, que se vuelve casi pornográfico o hiperreal cuando uno piensa en el Transantiago, que está diseñado para que hagas siempre el mismo recorrido, siendo profundamente difícil salir de él. Eso es la micro. Eso no lo nota la gente que anda en auto o a pie. No tienen la noción del viaje predeterminado. Yo me fui a una ciudad donde hago todo caminando. Eso pensaba en Atar las naves, que las micros son nuestras naves, el mar está afuera y nosotros encerrados”. (…)

2.

Lo que sorprendió a los primeros lectores de Atar las naves fue encontrar tanto dominio del taller poético en un escritor que tenía 20 años. En su reseña, Juan Cristóbal Romero destaca que “Winter escribe sin duda contando sílabas. Entre sus versos se reconocen el ya sobajeado endecasílabo, eneasílabos, heptasílabos, alejandrinos muy bien compuestos, algunas exploraciones vanguardistas como versos de dieciocho sílabas con dos hemistiquios de nueve: ‘Son delgadísimas sus trenzas y atan mis brazos a sus hombros’. Hay sonetos, haikus, seguidillas, etc. Y también hay verso del que se dice libre”. Y Andrés Urzúa de la Sotta abunda en el mismo asunto: “En Atar las naves, Enrique Winter nos invita a viajar por su infancia, por su imaginación y por un canto que, según admite, ‘es huero / como un globo en el cumpleaños’.

(…) En conclusión, Atar las naves es, pese a ser la primera publicación de Enrique Winter, un libro maduro, profundamente conmovedor y, aunque suene antitético, dulcemente mordaz”. El juicio a la aparición de un primer libro no podía ser más auspicioso. Alejandro Zambra estuvo de acuerdo: “Con solo 20 años, el autor deja en claro que conoce bien las claves de su oficio y realiza un convincente recorrido por los callejones menos iluminados de una ciudad que bien puede ser Santiago o –como quería Alfred Jarry– ninguna parte”.

3.

En 2008 apareció la edición definitiva de Rascacielos. Para Sergio Rodríguez Saavedra Rascacielos es “un viaje hacia la marginalidad latinoamericana en su estado más crudo” y Lorena Saucedo explica que en realidad es un viaje hacia (¿al?) otro: “(…) El ‘yo’ en la poesía de Enrique Winter es problemático en el mejor sentido. Va y viene entre voces y, necesariamente, entre cuerpos. En varios de los poemas de Rascacielos, el yo es un tú transcrito, el interlocutor (amigo, familiar, desconocido) que habla con voz propia a través de la voz del poeta. Varios de estos poemas son, así, un diálogo sublimado cuyos ecos llenan el cuarto. Otros más provienen de un yo refractado, que se vuelca e incluso llega lejos subido en el viaje de un ‘lirismo impersonal’: ‘Y si uno es su cuerpo: el cielo es más pequeño que los rascacielos’. En este entrecruzamiento de voces subyace una idea importantísima: el ser individual es algo que se resuelve en las multitudes, en las esquinas, en la carne de otros”.

Hablar como hablan los otros, es cuestión de tono, de acento, de vocabulario, de desdoblamiento; en fin, pequeño detalle, es cuestión de volverse otro. Este sería el momento de citar a Rimbaud, que inventó ese problema y nos lo dejó de herencia. Por su parte, Winter, al decir de Andrés Urzúa de la Sotta, lo que hace es “escuchar las voces ajenas o incluso para intuirlas, imaginarlas o inventarlas. Winter, entonces, se nutre por el oído. Su poesía, especulo, proviene de la sonoridad, de parar la oreja, de estar a la escucha de las cosas, y más particularmente, de las personas y sus versiones íntimas de la historia. Por lo mismo su libro, en este caso Rascacielos, aparece como un compendio de registros del habla, en el que discurren aleatoriamente la inculta informal con la culta, la marginal y la jurídica”.

Lo que hay en el fondo lo intuye Leonardo Robles: “En Rascacielos surge una mirada compasiva de Winter hacia el otro, que de alguna forma lo define a él mismo en su diferenciación, en su ansia de ser marginal sin serlo. El poeta siente que cada persona tiene algo valioso que contar y de esta forma rescata discursos olvidados por banales que, sin embargo, dignifican la pérdida como la obsesión de lo que pudo haber sido y no fue: ‘Lo que persigo y apetezco es la pérdida’”.

El trabajo del poeta es un trabajo con las palabras. Y, en el caso de Rascacielos, un poeta que demostró con su primer libro la carpintería que tenía, conocimiento del lenguaje que hace parte del talento propio del poeta. Jaime Pinos señala con acierto que ese talento logra una “polifonía de vidas e historias que encierra la estructura concreta del rascacielos. Creo que ese afán polifónico es una de las coordenadas que articulan este texto. La diversidad de ámbitos y personajes, de voces y puntos de hablada. La escritura de este libro es una escritura en trávelin que, permanentemente, pasa del plano general a hacer foco en el detalle vislumbrado en alguna de las ventanas donde, como escribió Baudelaire, vive la vida, sufre la vida. (…) Lo que realmente importa es ese trabajo de captura y puesta en lenguaje de los retazos de realidad que el poeta recoge, como guijarros en el río, de la circulación de las experiencias, las voces y los textos”.

El mismo Pinos destaca otro notable aspecto de Rascacielos: que “predomina cierto objetivismo, cierta forma distanciada de construir o abordar las escenas. El poeta como camarógrafo. O él mismo como una cámara. I am a camera, decía justamente Bob Kaufman. Descripción, pulcritud en el estilo, distanciamiento. Sin embargo, sobre ese fondo, creo reconocer cierta cuerda contraria. Cierto lirismo que asoma en la musicalidad y en el ritmo de algunos poemas. Winter trabaja con la precisión, pero también se permite cantar o ponerle soundtrack a sus textos que juegan con varios registros formales. Narrativa, caligrama, montaje, métrica clásica. Interesante contrapunto que intenta romper con las falsas dicotomías entre objetivismo y barroco, entre lirismo y antipoesía”. Esta doble condición de Rascacielos –el poema como cámara, el poema más personal– la encuentra Luis Riffo: “creo que las fortalezas de este libro están en algunos poemas que regresan al tono personal, pero que son consecuentes con la propuesta descrita. Breves textos como “Mantra” (“Con la heridas de los dedos pinto / unos cuadros que compran a buen precio / quienes me las hicieron”) y “Vanguardia” (“Los jóvenes poetas. Peligrosos / como artes marciales milenarias / en el gimnasio del burgués”) tienen una eficacia poética que logra sintetizar cierto desasosiego por la complicidad que la poesía tiene con los poderes dominantes”. (…)

4

El poeta argentino Ezequiel Zaidenwerg escribió un ineludible y magnífico ensayo sobre los tres primeros libros de Winter. Allí dice que “el poema central de Guía de despacho –verdadera piedra fundamental del libro y probablemente de la obra de Winter– se llama ‘Soles’”. Y, a partir de su lectura de “Soles”, da su diagnóstico sobre el marco retórico de Winter. Zaidenwerg menciona primero “los principios constructivos del barroco”, pero aclara que “estos procedimientos forman parte de un programa estético más amplio, que hace un uso selectivo de otros aparatos retóricos, cuya difusión debemos a poetas estadounidenses como Gertrude Stein, Wallace Stevens y John Ashbery. Dicho programa supondría que la poesía es un arte de contrastes y que, para que las zonas luminosas del poema brillen con más nitidez, es necesario rodearlas de opacidad”.

El mismo Winter precisa que Guía de despacho “es una alegoría de un pueblo arrasado por un maremoto, lo escribí antes de que ocurriera el de este año, y en ese espacio que puede ser un pueblo como cualquier otro, empiezo a jugar un poco con la idea de la representación, con la posibilidad de dar cuenta de las cosas que suceden. Mi escritura es más bien impulsiva, la armo con poemas que voy escribiendo en una libreta que llevo siempre en mi bolsillo”. (…)

5

Fernando Pérez Villalón hizo una muy aproximada síntesis de Lengua de señas: “es un libro denso y lleno de recovecos, una vertiginosa sucesión de imágenes en la que a veces cuesta descubrir puntos de anclaje o de orientación, en parte debido a la ausencia de puntuación y de títulos de los textos. El lector transita entre el registro más lírico de algunos poemas breves, el onirismo de otros más extensos, y una mezcla de jirones de recuerdos, observaciones, conversaciones y reflexiones (varias de ellas en torno al oficio poético) que se van entretejiendo cuidadosamente. El libro está atravesado por una respiración constante, deliberada, por un ritmo sincopado que va encadenando una imagen con otra a través de los encabalgamientos, cortes de verso precisos que dejan en suspenso un momento el sentido, lo interrumpen y le dan un ritmo musical muy característico al fraseo de los textos (‘Aquí se esculpe con los ojos oídos / ojalá las imágenes se basten a sí mismas / pero lo que dicen es y debe ser / otra cosa’)”.

Ashle Ozuljevic Subaique observa lo mismo. En Lengua de señas “las palabras son una trampa que nos empujan al vacío de creer que nos entendemos, al espejismo de la presencia a partir de la ausencia (‘lo que está pasando y lo que no’), esto debido a la depuración de sus enunciados, en los cuales resiste lo esencial, trazos delgados que hilvanan sutilezas: puñados de tamizadas palabras dispersas sobre el silencio, asemejándose al manojo de lucecitas en el cielo negro que bien nos bastan para designar el cosmos”. Y Pía Sommer ahonda con una hipótesis: “Lengua de señas parece escrito desde la inconsciencia de una comunicación, desde un aislamiento, un lugar en que el poeta concibe, combina y asocia símbolos como si padeciera de una imposibilidad de decir con frases completas, entonces lo hace con señas, señas que le dan las palabras”.

Una de las primeras lecturas de Lengua de señas, debida a Guillermo Rivera, abordaba este conjunto de poemas como una novela donde “no hay desarrollo, nudo, ni desenlace” y donde “el lenguaje es el personaje principal y en este exceso de actualidad –con objetos definidos y voces definidas– se introducen nuevos nexos entre las cosas: el lenguaje como Proteo viaja en un Mustang a Mantagua y plasma las bases de un mundo que produce nuevos centros de relación”. Se trata de “esos residuos trastocados de un presente donde lo que hay que interpretar no es el fondo de sentido verdadero, sino el sinsentido, lo innombrable, el desecho, como gustaba a Gadamer”.

Sin llegar a identificarlo con una novela, el cubano José Kozer ve en Lengua de señas “un movimiento poético abierto por donde, desde la misma existencia tanto humana como poética (textual) entra (…) con la mayor naturalidad todo un mundo cercano, inmediato, que a la vez contiene mundos lejanos”. En alguna entrevista, refiriéndose a Lengua de señas, Winter intercaló una frase que podría ser una clave, si la hay, de este libro: “somos lo que somos porque lo contamos, y no al revés”.

(Apartes del ensayo publicado por la revista web «Buenos Aires Poetry», dirigida por Juan Arabia).