El hombre de acero

ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ

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Nunca creímos las burdas mentiras que nos contaban en clases sobre Stalin, las que hoy muchos repiten sin pensar. Incluso se han reservado para demeritar su labor unas prácticas generales y que han existido siempre y en todas partes, como la conformación de los “estados totalitarios”, teoría que la filósofa Hanna Arendt manipula exclusivamente contra la Urss y su dirigente.

Tanto odio nos pareció siempre sospechoso, pero desapareció cuando estudiamos los muchos resultados positivos que obtuvieron: el triunfo de la revolución bolchevique, la derrota del terrorismo blanco, la industrialización de la Urss y su economía siempre en ascenso, la resolución del problema de las múltiples nacionalidades, la derrota del fascismo nazi con las más modernas armas, la conversión de la Urss en una superpotencia en solo unos cuantos años (pasó del atraso medieval a la bomba atómica), el establecimiento de un constitucionalismo (1936) creado colectivamente y que consagró avances como la igualdad real entre hombres y mujeres, la salud y la educación gratis, universales y a cargo del Estado, el establecimiento del mejor sistema de seguridad social que el mundo haya conocido, el apoyo a países socialistas y no socialistas, y muchas otras cosas positivas que hoy todos perseguimos.

Sin embargo, el odio capitalista convirtió el nombre de Stalin en sinónimo de hambrunas y de purgas, sin ninguna reflexión, manipulando datos y contextos. Nunca se le perdonó al “hombre de acero” haber logrado tanto, ser una persona sencilla, elogiado por muchos (ejemplo, la “Oda a Stalin” de Neruda), que no robó ni se llenó los bolsillos con dineros ni estatales ni privados, pero que fue radical con quienes se opusieran a la dictadura del proletariado, entendida como democracia popular y para las mayorías, y dictadura para los explotadores.

Por supuesto que cometió errores, como el no haber confiado las luchas contra-revolucionarias a los debates y condenas de las masas populares y haberlas entregado en cambio a su policía política; como también no haber separado las llamadas “contradicciones entre el pueblo y sus enemigos” y las llamadas “contradicciones en el seno del pueblo”, dándoles a todas el mismo tratamiento; incurrió en excesos al desarrollar las campañas de colectivización de los campesinos, probablemente en favor de las industrializaciones de los obreros; y, en general, haber desarrollado una comprensión mecánica y dogmática del marxismo-leninismo.

Hay películas y textos, por supuesto malos, que hablan del “demonio rojo”, el todopoderoso y despiadado secretario del Pcus, de los que se reiría el propio georgiano. Ni Hitler ni otros dirigentes o emperadores o reyes de Europa y África han sido calificados como “apocalípticos”, sobre todo por disidentes y trotskistas a quienes Dzhugashvili persiguió por sus incoherencias y sus acuerdos con potencias extranjeras. Wikipedia por ejemplo no lo rebaja de “tirano”, sin considerar las verdades y sobre todo las memorias históricas de los rusos que hoy añoran todo lo que tenían comparando con lo poco que les han dejado las depredadoras mafias que los gobiernan.

Pero, como todo en las inconsistencias de la política, ni las más vastas toneladas de propaganda en contra podrán borrar los alcances de la Urss y de Stalin que, ante los manejos mafiosos y torpes de personajes que ocupan las sillas presidenciales en casi todo el mundo, hoy empiezan a ser recordados y esperados, sin la radicalidad de antes pero valorando mucho más lo que existía detrás del muro.