Editorial: Seguimos aprendiendo de Armero

Este 13 de noviembre, hace 33 años al el amanecer, mientras el país comenzaba otra dura jornada de asimilación de los grandes errores cometidos por la guerrilla, el Estado y la sociedad días antes en el Palacio de Justicia, un piloto de fumigación y un miembro de la Defensa Civil le gritaron a Colombia, por la radio, que padecíamos una nueva tragedia -de otro origen- de dimensiones sociológicas y humanas inmensas, pues horas antes una avalancha provocada por el deslave del volcán Nevado del Ruiz había convertido a Armero, laborioso municipio tolimense de cerca de 50 mil habitantes, en un mar de barro que sepultó aproximadamente a 25 mil colombianos.

Ese día se abrió para el país otra inmensa herida, aún sangrante, asestada por el desamparo en que viven nuestras comunidades, la irresponsabilidad de nuestros dirigentes, la desidia del Estado, nuestra desorganización, improvisación, falta de articulación y preparación para enfrentar los fenómenos de la naturaleza, nuestro desconocimiento del territorio que habitamos, el olvido en que tercamente queremos convertir los hechos que marcan nuestra historia, enterrando todo en un camposanto del que solo rememoramos lo más dramático cada cierto lapso.

Armero nació al pie de la cordillera Central como producto de la colonización antioqueña; era una comunidad con particularidades propias que vivía del comercio, los cultivos de algodón y la ganadería, que en su alma llevaba las heridas asestadas por una amarga historia de violencia en los años 50 del siglo XX y de pronto, hace 30 años, las fuerzas de la naturaleza volvieron todo lodo y silencio.

Fue una tragedia anunciada, desoída por nuestros gobernantes y dirigentes, los medios de comunicación y la comunidad. El alcalde trató de alertar al gobernador del Tolima pero éste estaba jugando billar; la Cruz Roja y funcionarios de Ingeominas avisaron, pero no se hicieron planes de evacuación; mes y medio antes, dos congresistas tolimenses, en la Cámara de Representantes, advirtieron y nadie escuchó; durante los días anteriores el temor de una tragedia recorrió a Armero pero la respuesta fue la indiferencia.

Muchas muertes y dolor se hubieran podido evitar pero el Estado no actuó oportunamente y, cuando lo hizo, fue un mar de desorden. Lo amargo es que hoy, 30 años después, pese a la tragedia vivida, sabemos que pocas lecciones aprendimos de Armero.

El oriente del Cauca vivió una tragedia similar a mediados de los 90. Eso sí, fue de mucho menos escala que la de Armero pero que se convirtió en uno de las primeras pruebas del nuevo sistema de prevención y atención de emergencias que nacía en nuestro país. De todas ellas se viene aprendiendo para enfrentar los embates que la naturaleza de seguro nos tiene preparados. Es cuestión que la respetemos y estemos atentos a sus advertencias.