¡A mí que me entierren!

HORACIO DORADO GÒMEZ

[email protected]

Cada que cumplo con la obra de misericordia de enterrar a los difuntos, pienso ¿cuándo me tocará la “vieja enemiga”?  Es un suceso inevitable. ¿Cuándo?, es un enigma. Por ello, debemos planificar el funeral, evitándoles a los dolientes, el estrés a la hora de tomar decisiones intempestivas bajo la presión de emociones fuertes. Entonces, hay que decidir: ¿incinerar o inhumar los despojos mortales?

Incinerar al difunto a la “broaster”, es un procedimiento anti natural y, hay que tomar otra decisión con las cenizas: esparcidas al mar o guardadas en un cofrecillo en casa. Siendo esta, la peor decisión que se puede tomar con la persona que deja este mundo. Expertos en temas paranormales dicen que dejar cenizas entre los vivos, abren puertas negativas que después cuesta mucho cerrar. Conservar las cenizas en casa, el muerto no descansa, porque sus familiares lo lloran a cada rato. El luto no termina (sadomasoquismo); los vivos llorando no descansan y el muerto tampoco.

La costumbre arraigada es una tumba en un cementerio de tierra bendecida y consagrada a Dios, aunque, tampoco hay seguridad para el cadáver. Los muertos no caminan, no andan, pero pueden ser transpuestos.

Entre el terror, la fantasía y el realismo, hay argumentos que dejan al descubierto que con los muertos se negocia, porque siguen siendo útiles y no descansan en paz. Después de muerto, al principio, los afligidos, dependiendo del amor que le profesaron en vida, le corresponden en número de visitas, ignorando si la tumba donde lo enterraron ha sido profanada.   

Veamos, un padre de familia, orgulloso y feliz con el rendimiento académico de su hijo en la universidad, se esforzaba para darle todo lo que pedía para la carrera medicina.  Un día le dijo: “Pa` necesito una calavera para estudiar los huesos del cráneo”.  El papá corrió donde el panteonero que cuidaba el cementerio, encargado de cavar tumbas, contándole el motivo de su visita. El panteonero respondió: “la tengo”. “Deme un tiempito, ¡tranquilo!”,  “la consigo”.  No me busque, no me llame, deme el número, yo lo llamo.

A los pocos días, le dijo: “le tengo la “calambimba” (calavera). Y, regateando, para cerrar el negocio, discutieron el valor de cien mil pesos. Está carita…, le reclamó.  El veterano panteonero le confesó: “uuuyyy, como así, en Cali le piden trescientas “Lucas”.  “Tenga en cuenta que era  de una señorita de unos 16 o 17 años”. Está limpiecita y la dentadura completa”. “Hasta puede dormir con ella”.   “Solo le falta los resorticos en la mandíbula para articularla”. “Ese es el precio…es que el negocio se puso malo”. “Antes, tenía billete en el bolsillo, me cuadraba con dientes de oro que arrancaba con alicate, haciéndome unos gramitos de oro”. “Hoy día, ni eso”. 

Corolario: la muerte es lo contrario de la vida, de modo que los muertos no ven ni oyen ni piensan. Aun así, yo le apuesto todo, para que una persona al fallecer sea sepultada como tradicionalmente se acostumbra, pues ello sirve de descanso para los vivos y para los muertos. El entierro anula los fenómenos  paranormales. ¡A mí que me entierren!