LA QUEJADERA

Columna de opinión

L

Por: JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA

La quejadera se está convirtiendo en el pan de cada día, si acaso hay pan todavía, -ya comencé-, costumbre aprendida que nos deja a un paso del aburrimiento  y   cariacontecidos  cuando por no haber hecho las cosas a tiempo ni dicho lo que debíamos decir, hasta en el amor, no  resultó lo pretendido.. 

Cuando ocupé el taxi me dijo amistosamente: soy Jaime Pantoja. Luego preguntó: mi señor, ¿para dónde va? Para el centro. ¡Cuál centro: el de la Esmeralda o el de Campanario! El del parque de Caldas,  agregué. Es que como ustedes, los mayorcitos, comentó amigablemente,  las direcciones las señalan por nombres: por donde Ledezma, Baudilia, la Parrilla, doña Chepa, el Orfeón Obrero, la casa Sindical o el teatro Popayán, que ya no existe y se quejan porque no se da con ellas. Entonces cuáles direcciones  sabes, le pregunté: “p’uay” una que otra, como dicen en Taminango,  mi pueblo. Analice: usted -me miró-, lo mejor es decirme por donde cojo hasta que lleguemos. Soluciones mi señor, me dijo complaciente y verá que nos suena la flauta. No crea,   vida y las costumbres cambian.  Ahí me di  cuenta del  vano desgaste de hablar sin resolver.

Al llegar al parque le dije: me espera un trisito y jocosamente preguntó: ¿y que es un trisito? pues un minuto para dejar este papel y ya salgo. Comprendí entonces que estaba un poco desfasado y que incluso la dirección patoja se estaba  borrando del mapa mental de los taxistas.  Ya no se puede decir por la Parrilla, o la Viña, por Telecóm,  o donde María la del frito, la bomba de los Campo o la esquina del kumis y hasta del Sotareño, porque al cambiarlo de sitio  cambió de dirección y uno a las tres de la mañana no sabe para dónde coger. Si hubiera sido mi abuelita en su enorme santidad me hubiera dicho: no te hagás el perro porque te caen pulgas o hacete el bobo y verés. Cuando le di  la dirección del almacén Mil, ahí sí dijo: nos llevó el que nos trajo. Entre brotes de risa sugerí: amigo, déjeme donde quiera. No conozco ese sitio. Pues en cualquier parte. Está bien me respondió, tranquilamente. Si usted lo dice, servicio cumplido.  Le pagué  y empecé a caminar. 

Por la calle sexta no se puede pasar ni a pie. Lo tantean más que aguacate de esquina hasta dejarlo magullado.  Los  bolsillos casi afuera y los ojos sorprendidos  ante los  jardines colgantes de Babilonia que se asoman por las ruinas del famoso centro comercial Anarkos. Estoy a punto de creer lo que manifestara el vendedor de revistas: este es el ejemplo del derrumbadero sin doliente que lo ataje.  Inició con la pandemia, luego los de la primera fila a causa de la carrasquillosa  reforma tributaria  y de vendaje la galopante corrupción.    . 

El señor que estaba leyendo gratis se aproximó y empezó a hablar en tono reprochón. En Popayán no hay nada que hacer. No crea dijo el tendero, hay mucho por hacer y ver. Lo que pasa es que nos  quejamos por la llovedera y por el sol veraniego, cuando de alguna forma hay cosas que se pueden realizar con poco o nada, como leer las últimas revistas, o no. Vos si no, le respondió. Hay muchos sitios de diversión, prosiguió, pero no crea, hay que pagar alguito. De lo contrario no se vive del aire. Nos va a tocar ponernos el dril y comenzar a trabajar.  Del cielo nos cae pero agua. 

Se empezó a desplomar la charla al comentar de la existencia de museos, presentaciones musicales, recitales, conferencias,  feria del  libro, centros recreativos y almacenes donde se puede estar. Pero, y ¡la plata? ¡Ah carajo! Otra vez con ese sonsonete. Pues rebuscate: si es para la lectura gratuita están las bibliotecas del Banco de la República,  Comfacauca, las Universidades y algunos planteles educativos y hay programaciones donde no se cobra. Se puede salir a tirar ojo viendo vitrinas o pasear por la ciudad. Invente mijo. El Humilladero y el Morro son una buena distracción,  así nos falte la estatua de Belalcázar, que quien quita lo vuelvan a poner aprovechando la política de paz o el pueblito patojo que es una maravilla levantado por el  patojito Luis Fernando. 

Dejemos atrás esos cuentos de quejarnos porque el  parque automotor ha crecido hasta para echar al riego cuando antes no había sino cinco berlinas  y tocaba andar a pie limpio. La culpa de que las calles estén repletas de vehículos  hasta altas horas de la noche, -por qué dirán altas-,  es de nosotros, pues quién puede impedir que cada quien se compre su carro a sabiendas de que las calles del centro ya no aguantan uno más. ¿Verdad noo?  Allí por lo menos nos pusimos de acuerdo.   

Nos quejábamos por la soledad de las calles y ahora por la multitud  que nos vuelve a la lentitud por  los trancones .Antes que en Popayán todo queda cerquita. Si alguien pasaba “apurao” la gente  le abría campo sin preguntar si era por una  necesidad fisiológica o un inoportuno mal viento. Así decían. Recuerdo que Ratón de Iglesia, el primer carreritas, andaba siempre “volao” y cuando le preguntaban para dónde iba respondía: no sé, pero voy de prisa.

Esta quejadera que aprendimos desde niños sigue lo mismo. Nada nos sirve y el descontento igual. Al despertarnos la cara es una queja. Mirar el reloj es angustiante por no alcanzar a dormir otro ratico. La bañada un lamido de gato que nos permite llegar al trabajo medio desarrugados  y luego seguir acomodándonos    hasta salir con la cara ya templada por el arduo trabajo. Lindo modelo.

Si amanecemos sonrientes solemos decir: algo me va a pasar. Parece que nos arrepintiéramos de estar contentos y si tristones, la ruina total.  Este mal aprendido tenemos que quemarlo  como taita  puro. No comprendo aquello de que si era taita, es decir papá y de contera”, puro”, por qué tienen que quemarlo. Brava contradicción.

Decir que tuvimos catorce presidentes y veintidós sentadas en el potro relinchador  sin meterle julepe a esta región, es tema diario. Pero eso sí no nos ponemos a pensar  que nosotros, los nuevos,  los que llegaron y no se han ido y  los que se fueron, no hemos hecho más que pequeñas bicocas que pasan inadvertidas por su medianía. Yo que tampoco he hecho nada, escucho este comentario histórico desde hace ochenta y dos años y con todo el dolor umbilical siento que es cierto.

Denigramos de nuestros hombres ilustres y los bajamos del  pedestal cada que se nos alborota el andrajo. Ellos al menos nos dejaron fama, renombre y algunos puentes, caminos, acueductos, iglesias, universidades y colegios,  y hasta los pilares de un país que mal que bien es una democracia, que  permite tumbarlos sin razón ni sanción alguna.

Para qué nos engañamos, esa quejadera por menospreciar a los que nos  antecedieron de nada nos sirve mientras no los superemos o al menos emulemos. Quiera el Amito de Belén que si alguien vuelve y sube no  nos dé por bajarlo, por aquello del derecho a la igualdad que nos empareja por lo bajo. Nuestra generación de charlas  piadosas nos  ha  dejado con las manos en los bolsillos  y el  bostezo suelto. 

Por fortuna estamos despertando gracias a la llegada de personas de otras regiones que creyendo en sus capacidades y actitudes han abierto fuentes de empleo. Así mismo empresarios y empresarias jóvenes de nuestra ciudad que dan la cara y  apuestan a que más temprano que tarde vamos a levantar cabeza y no seguir buscando guacas de ensueños fatuos para salir de esta inercia abrumadora  que nos ha de conducir  por caminos de progreso.

Hemos dejado pasar el tiempo y la enseñanza y los formadores de  nuestros hijos está en manos de  celulares y  televisores. Esa vida sedentaria nos ha quitado la capacidad de laborar y hasta la sociabilidad. Cada uno vive su mundo. Se evaporaron los buenos tiempos y ahora  vivimos de la quejadera. Por ello  cuando la anciana vendedora de las empanadas vendió las pailas, el menorcito de la casa solamente dijo mirando a sus desocupados hermanos: ahora si quedamos pailas.

Entendamos que la vida placentera del vivir pensando sin trabajar pasó a la historia. De repetir el niño que “jartera” cuando lo ponen a hacer algo, no “se quede callado”. Reconvéngalo. Es posible que usted esté cosechando lo sembrado. Tome pa’que lleve.

En casa de no sé quién, se mostraban inquietos porque la niña cada que se sentaba o se levantaba decía: ¡ayayay!  Cuando llamaron al médico de la familia para que le hiciera una revisión, le preguntó: por qué nenita  dice ¡ayayay! Ella simplemente respondió: porque mi abuelita siempre al sentarse dice lo mismo. Recuerde el “ayayay” es contagioso. 

Ojalá en este nuevo año dejemos el “ayayay”, aunque a la verdad de vez en cuando hace falta un resoplido para no caer en el marasmo de que aquí no pasa nada. Una  grieta mostrada a buen tiempo evita un mal mayor y una subida de los servicios por encima de lo normal siempre cae al hígado aunque usted no lo crea.

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