LA GUERRA COMO ESTÉTICA

Columna de opinión

Por: Víctor Paz Otero

La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases”. Así comienza el poco envejecido manifiesto de Marx de 1848. Pero sin duda, que, si ese concepto de lucha de clases hubiese sido sustituido por el concepto de guerra, tendríamos una afirmación mucho más contundente, más verdadera, más históricamente verificable y más ´preñada de certidumbre sobre lo que ha sido en lo esencial la historia del hombre, que es historia universal de la infamia, que es infinitamente inagotable historia de sus odios y de sus guerras. 

Asimismo, si tomamos la hermosa expresión religiosa que nos dice que el principio era el Verbo y la reemplazamos por una que diga que en el principio era la guerra y que de la guerra se engendraron todas las cosas que dieron origen y fundamento a la historia del hombre, tendríamos, por supuesto, una visión más realista y más acorde con el verdadero proceso dela existencia histórica y colectiva.

El hombre, antes que un animal que hace el amor, es un perverso y compulsivo animal que hace la guerra. Antes que soñar, mata. Antes que pensar, asesina. Antes que poetizar, lastima y agrede. La agresión, el deseo y el dominio y de poder, el placer excitante y exaltante de la posesión parece configurar el núcleo básico de sus emociones y de sus sentimientos. Su supuesta “vitalidad”, su terrible deseo de vivir se confunde y se ha confundido siempre con su brutal y poderoso impulso de agredir.

Ninguna cultura, ninguna ideología o ninguna época han podido domesticar, o tan solo mitigar o aplacar ese instinto depredador y carnicero, esa sed inacabada e insaciable que caracteriza y condiciona su fatal voluntad de poder, esa esencia que anida y se fortalece en el corazón y el cerebro de este bípedo implume que nunca ha sido ave de corral sino feroz criatura de combate.

Quizá por esto alguien alguna vez escribió que el arte de la guerra es el arte de destruir a los hombres, como la política es el arte de engañarlos. Por eso guerra y política son las venerables y asqueantes constantes que atraviesan sin tregua todos los grandes momentos de la civilización humana. Civilización que aún sigue siendo prehistoria, pues la historia entendida como despliegue de la racionalidad y de la libertad sobre este planeta azul y atormentado, está aún por escribirse y sobre todo está aún por construirse. 

Maquiavelo, el gran realista, fundador contemporáneo de esa que hoy es una gran miseria conceptual y que llamamos politología, decía que el arte de la guerra debía constituir el estudio constante y la ocupación favorita del príncipe.

Hoy, cuando nuevamente, y que, tanto a escala planetaria como a escala parroquial, vivimos y soportamos la pestilente atmósfera degradante de la guerra, parece necesario -para que la ingenuidad no dilate nuestra tragedia- volver a pensar en la guerra como una forma de ser y de manifestarse la historia. Como en una condena inexorable a la que estamos sometidos hasta que la teoría y la praxis del espíritu humano no redefinan los fundamentos de sus sueños esenciales; sueños que al parecer solo tienen por ahora espacio y realidad en los confusos y movedizos territorios de la consciencia interior. Y esto simplemente significa con realismo (un tanto pesimista) que la paz y lo que niega la brutalidad en la historia son una especie de privilegio del espíritu solitario. 

Contra todo sociologismo y contra todo historicismo, lo principal es hacer el amor, que la guerra nos la hacen todos los días con todas sus noches. Y no está por demás agregar, que el hombre al cual nos referimos en este artículo, no es aquel hombre abstracto tan caro a la especulación filosófica, sino el hombre concreto, al hombre de carne, sueño y hueso puro. A esos hombres de verdad, que viviendo en el Cauca o en Afganistán, soportan el dolor de la guerra, de esa guerra que casi siempre y desde siempre termina escribiendo sobre la consciencia asombrada, que la historia -como lo señaló Hegel- solo es un gran estercolero.

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