LA VIUDA

“Recordando a Zorba el griego y a Irene Papas”

Por: Felipe Solarte Nates

-rrrrr…patojita querés cacao…rrrr-

-Eloísa…limpie la jaula, póngale agua y las semillas de chiminango a Robertico-

-¡Hoy tengo que salir del pueblo!-, exclamó, mientras temblorosa en el corredor regaba las violetas, gladiolos, rosas y geranios alineados en macetas de barro, sintiendo pena por no volverlos a ver florecer, ni cuidarlos como si fueran los hijos que no pudo tener.

-Cuando me vaya, hay que recomendarle a Marcela, que no se olvide regar las matas día de por medio- musito.

Durante el año que vistió de luto, las contadas veces que salía de su caserón conmocionaba a los habitantes del pueblo. Las pocas amigas corriendo a saludarla y ofrecerle sus servicios en lo que necesitara, mientras admiraban y envidiaban su belleza. Los hombres para embriagarse con su boca de labios voluptuosos, mejillas y frente de tez acanelada, con esos ojos negros enigmáticos, brillando y atrayendo como imanes y sombreados por las cejas y largo pelo liso del mismo azabache intenso.

Aunque las batas oscuras ocultaban sus formas, los enamorados recordaban la esbeltez y proporción de su cuerpo, desde que se convirtió en mujer y cuando, no había cumplido los 17 años, sus padres, con el propósito de acrecentar riqueza y poder, la comprometieron con Don Elías, quien la triplicaba en edad y era el ganadero más rico, criador de caballos, gallos de pelea y en política el cacique del pueblo.

Su matrimonio fue un gran suceso, no sólo por la pompa nunca vista en El Palmar: un coche antiguo tirado por hermosos caballos blancos ricamente enjaezados, esperaba a la pareja, mientras los músicos del trío Martino, interpretaban románticos boleros, el gobernador del Departamento y su esposa eran los padrinos de boda y el presidente del Directorio Nacional Conservador figuraba entre los invitados especiales, que en hileras caminaban en medio de la abigarrada ‘calle de honor’ formada por los parroquianos y mujeres del pueblo.

Pero quizá lo que llamó más la atención de los curiosos apretujados en el camino al templo parroquial, fue el rictus de tristeza marcado en el rostro de la novia, que más parecía ir a su propio funeral y los abundantes ramos de rosas, magnolias y margaritas le olían a flores de muerto y el blanco y adornado vestido de boda era la mortaja.

Amaba a Federico, el hijo del mayordomo de su padre, dos años mayor que ella y por el cruce de miradas y el arrobamiento que los paralizaba al verse, sabía que le correspondía. Pero al conocer la noticia del matrimonio se fue del pueblo sin buscarla y supo que se enroló en la Escuela Militar, en Bogotá, a seguir la carrera de oficial, después de bachillerarse en Cali. No lo volvió a ver y este desgraciado suceso más el matrimonio por obligación le impedía ocultar el dolor y desgano por la vida.

Camino al altar se arrepintió de no proponerle que se volaran a casarse en un pueblo vecino, -aunque eso debió hacerlo él, que era hombre y no fue capaz de luchar por ella-, pensaba con rabia.

Don Elías del Castillo, era el primogénito sucesor de la familia que desde su fundación en 1645, rigió los destinos económicos, políticos y administrativos de El Palmar. Sin su autorización no se nombraba ni el alcalde, funcionarios públicos, ni se otorgaban contratos.

Diariamente por la amplía y engalanada casa desfilaban hombres y mujeres llevándole los mejores frutos y animales engordados en sus parcelas, solicitándole favores y empleos para sus familiares.

Hacía cinco años murió su “santa” primera esposa y desde entonces, por boca de sus empleados, se conocía que cada tres días viajaba a Cali a visitar los burdeles más reputados y como no tuvo hijos del anterior matrimonio, se rumoraba que era estéril, debido a una venérea mal curada adquirida en su disoluta juventud.

Cuando mataron a Gaitán y se desató la violencia que antes era más esporádica, Don Elías ofreció su hacienda y recursos para albergar la tropa y chulavitas, que incendiaron casas, cultivos y graneros y persiguieron, desplazaron o mataron a los liberales que se negaron a abandonar sus parcelas, con las cuales amplió la hacienda “El Paraíso”, disponiendo de más tierras para sembrar caña de azúcar que le vendía a los ingenios y para poner a pastar su ganado de razas finas con sementales importados de Estados Unidos y Europa y criar sus caballos de paso y gallos finos.

Dos años y cuarenta y cinco días después de su matrimonio, cuando los guerrilleros liberales quemaron el Willis, que lo traía de la hacienda, Eloísa sintió que se quitaba de encima un monstruo que dos o tres veces por semana se le montaba encima para meter su asqueroso trocito de carne por el hueco abierto en medio de la bata de dormir, agitándose como perro jadeante, hasta desmadejarse sobre su cuerpo durante interminables minutos. Nunca experimentó placer con Don Elías y cuando en pensamientos y sueños aparecía Federico, se le calentaba la sangre y mojaba la entrepierna, ansiando estar solos besándose y desbordando caricias atrevidas y cópulas apasionadas.

A pesar de la riqueza heredada, no la atraían vestidos lujosos, joyas y adornos.

Mayor placer experimentaba regalándoles dinero, ropas, trastos y aderezos a las amigas y pobres que cada día desfilaban en mayor número por su casa.

La resurrección de esperanzas que le trajo la viudez, pronto se apagó, al saber que Federico se había casado en la capital con la hija de un coronel y su rostro aún joven, adquirió un aire de melancolía que misteriosamente la hacía ver más bella y enigmática, enloqueciendo a los hombres que la miraban a los grandes ojos con las pupilas titilando como ónix.

Para espantar los tristes pensamientos dominando su mente durante todo el día, se dedicó a adornar la casa, cultivar su jardín y sembrar flores y bellas plantas desperdigadas por los amplios corredores que bordeaban las habitaciones y salones del caserón y a descansar, después del ajetreo matinal, sentándose en la mecedora del corredor a contemplar los pájaros que arrimaban a beber a la fuente y las abejas y mariposas posándose sobre las flores y el parral con uvas maduras, antes de dedicarse a leer las colecciones de enciclopedias y novelas sin estrenar, que Don Elías había comprado por cajas para adornar su biblioteca.

-Rrr…patojita querés cacao…rrr-

Al leer Madame Bovary, de Flaubert, en los primeros capítulos, -cuando el narrador contaba la aburrida vida de Emma-, recordó su triste y rutinaria convivencia con Elías.

Al llegar a los capítulos de sus fogosos amoríos con Charles, el estudiante de Derecho y el picaflor del rico marques, ansió ser como ella. Se sintió frustrada por no haber tenido una aventura que le despertara ese volcán dormido reverberando en su cuerpo durante largas noches y madrugadas de soledad, revolcándose inquieta en la cama mientras acariciaba los duros pezones de sus senos y los dedos jugueteaban por sus muslos, nalgas y entrepierna, soñando estar con su Federico y ahora que él era de otra, con un hombre bello y buen amante como Clark Gable, el Red Butler, de ”Lo que el viento se llevó”, y los galanes de las películas, que pasaban en el teatro del pueblo. Aunque a ratos pensaba que su destino sería fatal, si se enamoraba y tenía una aventura en El Palmar, donde las murmuraciones de las beatas y hombres eran cotidianas en salas y comedores de las casas y el atrio del templo, antes y después de misa y la retreta.

Desde que mataron a Don Elías, notó, qué en las bancas de madera del parque alineadas frente a su casa, se turnaban los mismos hombres, a mirar a qué horas salía a hacer sus diligencias, o cuando se asomaba a la ventana. No faltaban sentados o caminando frente a su casa: el pálido y flacuchento Tobías, hijo de Don Manuel, el dueño de la miscelánea “De todo un poco y barato”, la más grande del pueblo; el rector de la escuela de niños, con sus grandes gafas de marco de carey y lentes gruesos y su desteñido saco café, lleno de tiza y caspa en el cuello y las hombreras; el gigantón y bien parecido Rubén, hijo del médico… apenas tenía diez y siete años y con las mejillas rojas no disimulaba la enajenación que lo poseía al encontrársela; o el vaquero joven y bien parado, que según le comentó Luisa su ama de llaves, -andaba en búsqueda de una mujer rica para amansarla como a las bestias y casarse- y se la pasaba manoseando a las coperas de la cantina de la esquina, donde afuera dejaba amarrado él caballo, mientras se emborrachaba-.

Físicamente, y para satisfacer los instintos reprimidos durante sus pensamientos solitarios le gustaban el vaquero y el hijo del médico, pero no para casarse. Sabía lo difícil de satisfacer sus fantasías en un pueblo donde, tarde o temprano todo se conoce y los chismes vuelan de boca en boca a la velocidad de la luz… pero el día que tenía la sangre alborotada después de una agitada noche de sueños eróticos y la visitó el apuesto y simpático vendedor de seguros que llegó de Cali y al que invitó a seguir a la sala y además de venderle una póliza, la sedujo aprovechando la prolongada represión de sus instintos, que como un volcán dormido estaban a punto de estallar, su vida en el pueblo se complicó, al ser testigos sus enamorados frustrados sentados en las bancas del parque, de las frecuentes y prolongadas visitas de Enrique Guerrero, con su maletín de vendedor.. .suceso inusual en la vida de viuda resignada y recatada que había mostrado hasta ese momento.

-rrr…patojita querés cacao…rrr-

-Eloísa, venda la hacienda, compre una bonita casa en un barrio residencial de Cali, hágase socia de un buen club social y ¡váyase!, que aún está joven y bella y puede encontrar un buen partido… porqué… sí se queda en este pueblo… ¡se la comen los bochinches y los chinches…mijita!… ¡y se va a enterrar viva!.. Yo tengo buenas amistades y la puedo relacionar bien-, le dijo Nelly, su prima con la que solía jugar cuando eran niñas y la visitó durante unos días, reponiéndose de un mal parto en el que perdió la criatura.

Ya había aceptado el consejo de su prima y concretó al abogado de la familia, para que adelantara la venta de sus bienes, pero la noticia acabada de recibir la dejó atónita y desesperada, pues Luisa, su ama de llaves, llegó a contarle jadeante, que -a Rubén, el hijo del médico lo encontraron con la lengua afuera y los ojos desorbitados…¡ahorcado en el baño de la casa! mi señora… pero que eso no es lo peor, sino la carta que dejó escribiendo… ¡qué era por usted!… “que había traicionado su amor entregándosele a ese aparecido del vendedor de seguros”.

Desde ese momento su vida se volvió un infierno y por su mente se cruzaron imágenes de la película de Zorba el Griego, proyectada hacía pocos días en el teatro del pueblo.

Se le arrumaban escenas de las abuelas y madres de los pescadores, vestidas de negro, acechando como arpías, junto a los hombres…todos listos a lapidarla, después que la viuda amaneció con el inglés y el insistente joven enamorado, -los vio entrar a la alcoba de la viuda, oculto tras los arbustos desde donde la espiaba todas las noches- y despechado, al llegar a su casa, se clavó un puñal en el corazón. También recordaba los fatales desenlaces de Ana Karenina tirándosele al tren por el inasible conde Bronsky y Madame Bovary, atosigada de arsénico… ambas condenadas por los prejuicios de sociedades machistas que a la mujer no le personaban nada… pero en un momento de calma se dijo -eso fue en el siglo XIX y en las novelas… ¡me voy de este pueblo Ya!-.

– ¡Venga pronto Luisa!… ayúdeme a organizar el equipaje con todo lo necesario y contrate a don Ramón, el dueño de la berlina, para que nos lleve a un buen hotel en Cali, mientras conseguimos donde instalarnos y vendemos la hacienda, éste caserón y los chécheres… Ya siento que vienen en tropel a tumbarme el portón… Avísele al chofer que vamos a salir por la puerta del patio que da a la otra calle.

-rrr…patojita querés cacao..rrr… –

-Y no se olvide de la jaula con Robertico y tráigale las semillas de chiminango-.

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