EL VUELO DE NUESTROS SERES PÁJARO

Por: Fernando Hurtado Daza 

 

 

En memoria de Diego Muñoz, en homenaje a todos esos fantásticos seres,
a esas compañías eternas que seguiremos queriendo con irrefrenable amor. 

Nos duele mucho el alma por no tenerles ya físicamente con nosotros. Ahora, la nuestra, es una existencia menguada. Persistirá en el ambiente un vacío insondable. Nos harán más falta que quienes ya partieron antes, pues además de excepcionales seres humanos, fueron ─y serán─ nuestro soporte personal, afectivo, emocional, amistoso o laboral: nuestra razón para luchar. Nos quedará una sensación inexplicable; no vivida antes. Aunque algo nos dice, nos grita en silencio que sus aligerados viajes fueron un acto deliberado e inscrito en rango de lo cósmico, una categórica concreción de una enorme, inabarcable e inexplicable voluntad, y que en este preciso instante ya alcanzaron la plenitud sideral, la eterna paz por la que supieron luchar durante cada instante de sus irrepetibles vidas. Nuestras gentes bellas “la rompieron” siempre, “la sacaron del estadio” y eso amerita una etapa de la existencia superior a la que nos cupo en suerte a nosotros.  

Nos llega entonces la siguiente imagen. A través de una luz blanquísima que nos hiere la vista, que nos golpea de frente, que paulatinamente vamos captando como una verdad demasiado grande para nuestro estrecho entendimiento; tan cegadora como reveladora. Vemos entonces a un grupo de personas, seis, siete o diez quizá. Van caminando en corrillo pero a paso sosegado, la tarde les ilumina el rostro con un brillo anaranjado y el viento les desordena sutilmente los cabellos. Todos miran entorno de uno y en sus caras se amalgaman la alegría, la sorpresa y la expectación. Al que está en el medio le acompaña una mujer sonriente de figura esbelta y estilizada, va vestida de blanco al igual que los demás, su mano aprieta con cálida fuerza la mano del elocuente que camina a su lado ─como quien retiene lo precioso, ahora recuperado─. Éste se destaca del grupo no solo por su sencilla vestimenta y una mochila terciada, sino también por que agita la mano que tiene libre, de tal manera que quisiera dibujar sucesos en el aire mientras no para de hablar. Tiene un llamativo andar de pájaro y su clara mirada avala la sinceridad de sus palabras. Su relato se interrumpe a menudo por la risotada pertinaz del resto y todo parece armonizar mientras se alejan. Caminan con leves pasos por un trayecto que les parece forzado. De pronto esta jovial caravana detiene su marcha. Al parecer han llegado a su destino y podemos entonces entender que se trata un séquito de recibimiento, de una comitiva anfitriona que llega justo a tiempo para dar una bienvenida. Vemos pues que otro fulgurante ser acaba de arribar y entonces los saludos, los apretones de manos y los abrazos se multiplican, así como las miradas sinceras que dicen aún más que las palabras. «Diego ─dice entonces nuestro recordado Jhon Jairo─, no temas, acá esperábamos ya tu arribo; tu madre y hermanas estarán con Dios». Se abrazan y en sus miradas las lagrimas son sinónimo de sabio regocijo.  

Antes de perderlos de vista, alcanzamos a percibir a varios jóvenes y a un adulto mayor que acompañan este jubiloso séquito; los primeros de ojos vivaces y risa fácil, el último, de paso cansino pero acompasado con el resto de los caminantes. De pronto el hombrecito afable vuelve su cabeza para mirarnos y guiñando su ojo izquierdo nos sonríe con amplia sonrisa, para darnos a entender en el acto que todo está bien, que esto no es un adiós definitivo, que solamente es un hasta luego.

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