Hace menos de dos semanas, el Dane confirmó lo que variadas instituciones y expertos pronosticaron desde el inicio del segundo mes de vigor del aislamiento obligatorio, sobre la debacle económica que traería una cuarentena estricta y prolongada: la economía colombiana cayó 15,7% en el segundo trimestre de este año, que es la mayor de las registradas en nuestra historia.
Como así lo vivimos en la capital caucana, también los sectores que más cayeron a nivel nacional fueron los de entretenimiento (-37%) y comercio al por mayor (-34,3%). Pocas ciudades podían quedar más expuestas a un daño profundo en su sostenibilidad como la nuestra, por su alta dependencia en el turismo y el comercio. Adicionalmente, terminó de profundizarse el desplome de la ya golpeada construcción local.
Por supuesto que la cuarentena era necesaria para reducir enfermos y muertes por Covid-19; pero, llegadas tan pronto las crudas realidades del desempleo formal, la parálisis de la economía informal y la quiebra de miles de fami, micro, pequeñas y medianas empresas, así como el agotamiento de recursos para mercados y demás efectos para paliar el hambre en los barrios más golpeados por la pobreza; aquellos quienes fueron extremos en pedir que hubiera cero reapertura de renglones de la economía, por fin comenzaron a reconocer que, en situaciones extraordinarias como la que padecemos, es indispensable conciliar salud y trabajo, sanidad y economía.
En abril, por ejemplo, cuando soportamos la cuarentena más estricta, la caída del PIB fue del impresionante -20,1 por ciento. Con la reapertura de algunos renglones económicos, ya en junio bajó al -11, cifra que, aun cuando desastrosa, mostró la necesidad de concordar salubridad y productividad.
Y a la par de nuevas reaperturas en julio y agosto, en trabajo coordinado desde los entes gubernamentales y tantos residentes en nuestra Popayán que contribuyeron desde sus tribunas y oficios, se logra mantener una curva controlada a la espera que el pico tenga prontamente su llegada.
Diversas voces de las economías formal (que ya cuentan con las aprobaciones de estrictos protocolos de bioseguridad que hacen dudar si harán sostenibles sus negocios), y de la informal, desesperadas por su estancamiento, piden más reaperturas ya.
Un instinto natural de conservación llama a que a nada se le dé reapertura, y que no se oigan los reclamos de quienes tienen a su cargo la responsabilidad de garantizar la preservación de empleos formales y la continuidad de las empresas, o las voces de auxilio de cientos de gestores artísticos o de miles de emprendedores de la economía informal. Esa negación a las reaperturas es comprensible en personas que tienen garantizada su subsistencia, quienes -por ahora- no ven activar ese otro instinto natural que se despierta cuando el hambre, la incertidumbre del mañana, o el temor al desamparo cobran puesto en el estómago o en la mente.
No hay otro camino: atrevernos a reabrir con la debida prudencia, propiciando una cultura de autocontrol y cuidado, especialmente de la población de alto riesgo.