Reflexiones desde El Cerro del Cacique Pubén, antes Cerro de Belalcázar

MATEO MALAHORA

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En tiempos de indigencia cultural, embrujos y hechizos políticos, nada más provechoso que refugiarse en el afecto y los libros, darle fluidez al humor, apurar un buen vino, escuchar música y disfrutar de la lectura.

Ante la expansión del primitivismo político, las concepciones prehistóricas sobre la paz y el desarrollo nacional, los conversatorios familiares, los rituales del amor y la amistad y las tertulias literarias humanizan la vida, asediada por la locura de una época que supera la barbarie de todas las barbaries históricas juntas.

Son encuentros que reconcilian a los seres humanos con la humanidad, pese a que es poco lo saludable que tenemos a disposición para el disfrute moral en la civilización contemporánea, que apesta con sus emanaciones nauseabundas, como si los seres humanos estuviésemos atados a la exigencia de compartir la vida con zorrillos.

Y ser víctima de la embestida pestilente de un zorrillo no se le puede desear ni al más conspicuo adversario. Los zorrillos corrompen el ambiente; prolongado es el tiempo que se necesita para que se extinga en el entorno o en el cuerpo de la persona afectada la exhalación pestífera.

Lo mismo ocurre con la vida en sociedad. Para salir indemnes de ella hay que tener dosis de buen humor, so pena de caer abatidos o enfermos por la banalidad y la cultura superficial que difunde la racionalidad neoliberal a través del mercado.

Apesta el espectáculo de la cultura insípida, que se vende con ínfulas de sano esparcimiento espiritual, cuando es apenas distracción trivial. De ciertas diversiones patrocinadas por el Estado, los espectadores salen despidiendo, sin percatarse, olores descompuestos.

Cómo nos hace falta hablar claro en la “Ciudad culta de Colombia” para que la cultura florezca, aunque en su lento discurrir encontremos periodos “en que las cosas brillan más”, y admitamos, con nuestro bardo inmortal, que esos intervalos históricos no han sido más que un “fugaz momento palpitante/de una morosa intensidad”.

Volver por los fueros del lenguaje innovador y la cultura conviviente para la solución democrática de los conflictos, implica rescatar verdades, porque los dispositivos de los saberes y conocimientos vigentes están diseñados para cambiar la relación del lenguaje con la realidad.

Particularmente la televisión colombiana, –en ese contexto–, constituye un degradante adoctrinamiento social, casi patológico, que conspira contra el pensamiento crítico de la sociedad colombiana.

En esas condiciones el malestar ciudadano, ya sin recusación política, se esfuma; hasta el hambre desaparece; se anula el debate responsable; se disuelve la inconformidad; y la desigualdad social es camuflada con el ropaje del orden y la disciplina social. La democracia se limita a la escogencia alegre y bulliciosa de candidatos.

La estrategia es elemental: ante el surgimiento de nuevas éticas y estéticas del poder hay que proscribirlas; se requiere enterrar los símbolos, las imágenes y palabras irreverentes y salvadoras para que la realidad no exista, la simplicidad prevalezca sobre el pensamiento complejo y en la conciencia social no haya espacios para la utopía.

De esta manera, encausar una sociedad es más fácil, en tanto que resulta cómodo sustituir la sumisión por la obediencia voluntaria, con lo cual se mantiene el silencio frente a quienes poseen, disponen y controlan las verdades sociales, culturales y políticas.

Darle otro rumbo a las palabras insumisas, otro sentido, negarlas, extraviarlas en los laberintos de la enajenación, antes que produzcan efervescencia social, resulta indispensable para mantener como armónico lo que es confusión y desconcierto.

Se opta por incorporar al lenguaje términos seductores para ofrecer la sensación de que los cambios sustanciales han comenzado a operar: “cambios holísticos e integrales”, como se observa en los discursos técnicos y manuales de la función administrativa y de gestión del Estado. Maña serán otros.

Vaya un ejemplo. Hace unas décadas (1962), un General de la República habló por los medios masivos de comunicación y se refirió a la necesidad de realizar un “cambio de estructuras”.

El General no tenía ideas turbulentas. Era un intelectual, fundador de la Revista Economía Colombiana y escribía sobre temas de palpitante actualidad.

“El cambio de estructuras” significó para el establecimiento económico y el Presidente Guillermo Valencia una idea perturbadora, indócil. Años después su hermano Álvaro Pío Valencia nos contó: “La dije a Guillermo León lacónicamente: “lo saca o lo sacan”.

El Presidente citó al General Alberto Ruiz Novoa a una reunión a Palacio, le pidió que entrara sin golpear, y le presentó al General Gabriel Revéiz Pizarro como nuevo Ministro de Guerra. No hubo “cambio de estructuras”.

Hasta ahora nadie sabe dónde fueron inhumadas las palabras del General Alberto Ruíz Novoa. El doctor Álvaro Pío Valencia, brillante comunista, admirador de la Unión Soviética, y quien desde Popayán apuntalaba el Muro de Berlín, prefirió guardar dialéctico silencio. Hasta pronto.