CARLOS ILLERA BENAVIDES: vivir para escribir

Popayán ciudad libro 2018 rendirá un homenaje a Carlos Illera Benavides (1957-1999), escritor de culto –y oculto también–, cuyo legado artístico perdura en la generación literaria que Omar Lasso Echavarría denominó «Posterremoto», si bien su obra marca un cambio en la poesía contemporánea de Popayán.

Entrevista de Felipe García Quintero

Miembros de la generación «posterremoto» hacia 1998. Adelante, de izquierda a derecha: Carlos Illera Benavides, Mabel Andrea Gómez y Humberto Cárdenas Motta. Atrás, de izquierda a derecha: Edgar Caicedo Cuéllar, César Samboní y Francisco Gómez Campillo.

Carlos usaba sombrero y escribía a mano poemas, cuentos y los argumentos de sus películas en cuadernos escolares. Sabía sonreír cerrando un tanto los ojos (cómo era de bella su sonrisa), si bien no he conocido a nadie que pese a lo hecho lograra enojarse con él: poco supo de la responsabilidad, simplemente olvidaba casi todo, no cumplía sus citas, llegaba tarde o nunca lo hacía. Ahora comprendo que sus retrasos o ausencias no eran desplantes sino una forma de vivir con el tiempo moroso de una ciudad que amaba hondo, porque conocía como nadie sus abismos. Su poesía habla de Popayán para revelar la condición proscripta de una ciudad de contornos ásperos, opuesta incluso de la imagen arcádica del casco viejo.

Amaba la música mas no sabía bailar. Creyó en la transmutación y anheló devenir en fiera, por eso fue juguetón y generoso. Una de las últimas noches de su vida la reservó para atender una invitación reiterada que le había hecho de visitar el taller de creación literaria que yo dirigía en la biblioteca departamental «Rafael Maya» de Comfacauca. Esa última vez que lo vimos llegó de súbito y en punto de las 7. Era el año de 1999, ad portas del nuevo milenio. Entonces lo escuchamos en silencio, como a un profeta que se despide, mirando su sombrero sobre la mesa. Esto fue lo que dijo:

“Nunca tuve una biblioteca numerosa. Pero creo haber leído lo esencial. Los libros son los que se leen no los que se acumulan en un estante. Lo que primero recuerdo es mi infancia, cuando de pequeño mi padre compraba el periódico y de los magazines –no sé por qué, puesto que yo no los leía– recortaba los poemas de esas páginas para armar un álbum. Siempre me he preguntado qué fue lo que me gustó de eso porque no leía los poemas, simplemente miraba su forma particular, la disposición alargada en las hojas me llamaba la atención.

Luego, leyendo a Pablo Neruda, y esta vez no su poesía, sino una de las autobiografías, «Confieso que he vivido», me interesé por la literatura. Me impresionó su vida y los poemas en prosa. Ahí me dije, así como ahora lo pronuncio: voy a ser poeta. Tenía 12 años. Entonces compré un cuaderno y empecé a llenarlo de lo que creía eran poemas. Al principio no tenía nada qué decir, entonces también decidí algo muy importante: vivir para escribir. Creo que la vida me la he pasado en eso. Pero ¿cómo era vivir?, tampoco lo sabía. Mirar, estar aquí, luego allá. Hubo momentos en que estuve por lugares terribles, pero siempre pensaba –porque me sentía como un ángel– que me serviría para escribir, todo por escribir. Esto me sirve para escribir, esto me sirve para escribir, me decía… Así como quien se sabe en el borde de un infierno y se está ahí viéndose vivo solo para escribir.

¿Para qué me ha servido la literatura? Como quien come. Así como se tiene hambre de un pan, siempre tuve la necesidad de escribir, de buscar una nueva forma de decir las cosas. Tal vez no nueva, sino auténtica, personal. Escribía para mí, sin pretensiones de publicar ni de compartir mí escritura con nadie. La lectura de los siete cuadernos de poemas que mantengo inéditos demuestra la preocupación de esos momentos.

Pese a escribir poesía, al principio no era lector de poesía porque no me gustaba. Cuando ingreso a la Universidad descubro su sentido, su valor. Me gustaba mucho más la prosa, la novela. Leí todas las novelas de Hermann Hesse. Su obra llenó mi mundo. Antes había leído los cuentos clásicos infantiles. Como aprendí a leer antes de entrar a la escuela, mi padre me regaló «Alí Babá y los cuarenta ladrones», luego me llevó «Las mil y una noches» De la navidad amaba los libros, por fortuna me alimenté de mucha fantasía, y creo que mis cuentos son fantásticos. La realidad real, ramplona por lo real, nunca me ha interesado. «La Comedia» del Dante fue uno de los primeros libros que tuve en edición de lujo, con ilustraciones de Gustavo Doré. Las ilustraciones me ayudaron a leer ese portentoso poema.

Del paso por el colegio no recuerdo ningún libro, tal vez por el modo de la enseñanza, por la manera de su imposición no amé ninguno, hasta el punto de no poder recordar autores o títulos. Por fuera del colegio sí leía, como dije a Hermann Hesse. «Sidartha» fue un libro que leí, releí y regalé. Porque también me interesaban otros estilos, otras maneras, otras voces de la escritura, «Las olas» de Virginia Wolf fue un verdadero encuentro con la belleza. Por esos tiempos escribí mis primeros cuentos. Yo no manejo muchos personajes, alrededor de uno se mueven los otros, pero hay uno que es el foco.

Con la idea de formarme como escritor y cosas de esas, pasé por la Universidad, lo cual significó encontrar una realidad distinta de esas expectativas. Tuve una experiencia que me llevó a tomar una decisión al respecto. En el primer año de carreta, el departamento de Literatura organizó un seminario-taller de creación literaria. Una muchacha pidió la palabra y dijo que ella escribía antes de entrar a la Universidad, pero que una vez dentro no lo había vuelto a hacer porque se sentía castrada, así lo dijo. Eso me asustó y me dije: eso no me va a pasar a mí. Decidí entonces vivir el papel de un espía. Fui a mirar todo para no detenerme en límites, y así lo hice. Aunque la espontaneidad de la creación se fue acabando de a pocos hasta reemplazarla por una actitud más razonada, seguí escribiendo. Frente a mis compañeros, de alguna forma, me encontraba con alguna ventaja por las lecturas que tenía encima. Conocía algo de crítica. En fin, me interesaba todo lo que tenía que ver con la literatura. Fue entonces cuando me apasioné por la poesía. Un recuerdo ahora extraño: encontrarme entre tantas mujeres, fue una curiosa impresión, puesto que yo creía que la literatura era un oficio más de hombres.

Algo rápido que vale la pena mencionar del tránsito por la Universidad fue el amor por García Márquez. De él aprendí algo que creo es muy valioso y que es ahora parte de mi trabajo: lo fantástico y la economía en el lenguaje. Acerca de los maestros creo que no son para imitar sino para asimilar. El gusto por los diccionarios fue otra de sus lecciones, pues el escritor debe conocer la materia que crea.

Por supuesto que existen claras diferencias entre la poesía y el cuento como géneros. Yo nunca he dejado de ser poeta en mis cuentos. Tal vez hay muchas historias en mi poesía, eso me lo han dicho como crítica. Lo cierto es que el poema en prosa exige sonoridad, el ritmo que yo siento en el alma, en el espíritu. Incluso, no he dejado de hacer poesía en el cine. Fui dibujante, pero así como decidí vivir para escribir, un día también me dije que no volvería a dibujar. Y no lo he vuelto a hacer. Mi padre me enseñó tres cosas: el gusto por la lectura, el gusto por la pintura y el gusto por el arte en general, incluyendo el cine.

Volviendo a la infancia, recuerdo que mi padre me llevó a ver «El gabinete del Doctor Caligari». Escribí algunos artículos sobre películas, pero más importante ha sido el cine como generador de ideas para escribir literatura. «El último sueño de Akira Kurosawa» es un cuento que hice a partir de una de las películas más conocida del director japonés. «The Wall» de Pink Floyd fue un filme que estudié. Por ser fragmentada buscaba los puntos de unión. Fue una escuela grande esa película. Me gusta la máquina del cine. Cuando escribo no dejo de mirar desde una cámara…

Es cierto que el tema de la muerte atraviesa mi obra. Creo que no es uno quien elige los temas, sino los temas buscan al escritor. La muerte me eligió”.

Carlos Illera Benavides

Nació en Popayán en 1957 y falleció en Cali en 1999. Cursó estudios de Español y Literatura en la Universidad del Cauca. Su obra literaria la componen varios libros de poesía, cuentos y guiones cinematográficos. «Manuel para la buena muerte» (1999) reúne una muestra de su obra poética. El video de ficción «Occidente», con actores naturales, fue rodado y producido en 1990 y representa uno de los documentos más significativos de la nueva ciudad que surge tras el terremoto de 1983.

SENTADO EN SU TAPETE

El hacedor de collares

Ensarta minutos y segundos

Horas y horas

En un hilo infinito.

 

Y mientras trabaja se dice:

«Ojala con cinco collares

Pueda comer en esta ciudad,

Con siete pagar la pensión,

Y con doce más tener vino y hachís

Y quizá un cuerpo

Que abrace esta pálida humanidad»

FM

Vino como caído de un profundo abismo

A esta ciudad que lo perdió

Entre las calles, la prisa, el ruido y las luces de neón.

 

Vino vestido de negro y ojos tristes

Buscando una mujer que se diluía en las esquinas,

En las rumbas, el vino, el rock y las luces intermitentes.

 

Un día después de perseguir libélulas,

Vio que lejos estaban los paraísos de dios,

A los que no regresaría porque dos ángeles

Le impedían el paso.

Nostalgia tuvo del padre y de la madre,

De la infancia de venados en los cafetales.

 

Tenía en la cabeza música de guitarras,

Sexo de mujeres, hambre y sed

Y la lógica matemática que lo acercaba al Kirie.

 

El sol y la noche lo vieron transitar

Con una lluvia en los ojos,

Volverse mecánico, volverse solo.

 

El tiempo le desgarró las entrañas,

Las ideas, las manos.

Lo dejó estragado en una cáscara luctuosa,

En un silencio de asombro ante el devenir del mundo.

 

Pero un día lo vieron partir

Con la lluvia bajo el sombrero

Y una rosa negra en las manos

Regresando a los caminos de la creencia,

A la palma pródiga de dios,

Al líquido amniótico

Y olvidarse del tiempo en la ciudad.

Pantera Onca

Una noche se embriagó la pantera de modo que se equivocó de juego con su víctima. Huyó antes de la madrugada entre las altas hierbas de la estepa, alejó su rugido, se refugió en su madriguera. A veces subía a los cerros para contemplarla. La veía en sus movimientos cotidianos, en sus baños de hierbas, a veces concentrada, trazando signos de luchas y esperanzas. Otras veces se acercaba y la veía entre otras gentes, dialogando en una lengua verde, en un código que le era extraño. También había días que no la veía, desaparecía de sus ojos; entonces soñaba protegida de su zarpa, sonriendo con cada paso que daba en su proyecto de vida. Nunca sería su víctima, nunca pertenecería a su mundo. Un día comprendió sus sueños. Se alejó a los lupanares, a la ebriedad, a un lugar donde se peleaban las putas, donde brillaban los cuchillos bajo la luna. Ahí acostumbró la pupila y el colmillo a la furia.