Una nota sobre el silencio

VÍCTOR PAZ OTERO

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El silencio es una realidad que tiene algo de impensable. Hay que sentirlo, imaginarlo como la voz plural y secreta que grita alborozada al fondo de todas las esencias.

Mucho antes de todo origen o de todo comienzo, el silencio era la única voz de lo que no existía. Cuando se hizo la vida, se rompió el silencio y por eso la vida –sobre todo la del hombre-tiene nostalgia de esa “diafanía” del silencio y trata de volver a él, de construirlo en medio de la algarabía inevitable y confundida donde casi siempre se oficia el extraño oficio de estar vivo. Pero el silencio no es la ausencia de voces ni es la aniquilación de los significados; por el contrario, es su decantación. En la sustancia maravillosa e impalpable del silencio, todo lo que es máscara, accidente o accesorio, deja de ser para que se posibilite la existencia verdadera que esos elementos con frecuencia ocultan. Polifonía de esencias, plural y enloquecida presencia de lo que existe sin intermediación, el silencio es la voz callada de la sombra, el reino de la nitidez, el espacio vacío y sagrado donde las inmateriales urgencias del poema escriben su portentoso grito y su oleaje.¿ acaso para sentir y percibir que la música de Beethoven es sorda no se hace necesario aumentar el volumen del silencio?

Sin embargo, y de manera progresiva, la civilización contemporánea instaura como un ineluctable “desmantelación” el reino del silencio, se nos hace evidente como un tumulto y como formidable vocerío, como polifonía enloquecida que aturde y nos irrita. Y por eso, el silencio es balsámico y restaura los precarios equilibrios que nos arrebata el el ruido agobiante que se engendra en el mundo moderno. El silencio lucha denodadamente, para sobrevivir en aquellos espacios donde la cultura realiza sus ritos más profundos y solemnes : en los templos, los hospitales, los cementerios o las bibliotecas. Ahí se defiende una pequeña porción de esa sustancia mágica que progresiva e inexorablemente continuamos perdiendo y que al perderla significa extravío y perdida de un inmenso territorio donde podrían fructificar los más hermosos y exaltantes sueños. Pero al menos en estos ritos ancestrales al menos aún se reconoce que el encuentro y la misteriosa comunicación con Dios, con el dolor, con la muerte, el conocimiento o la meditación, la presencia clarificante y hasta iluminante del silencio proporciona la liturgia y el espacio de intimidad necesarios para comprender sus más esenciales significados.

El derecho al silencio es una exigencia inaplazable, una condición para que el espíritu humano torne a escuchar la música de todo el universo. Para que la criatura humana recupere la voz callada que habla desde la profundidad inexpresada de todo lo viviente. Para el encuentro con el ser verdadero que nos habita y que tantas veces nos confunde por los falsos ruidos que provienen del carnaval del mundo y de sus farsas. Para que el amor, esa presencia plural de los silencios, recupere la intimidad estremecida de sus gestos primordiales.

Obligados a existir sin silencios, sucumbimos torturados por las falsas voces y percibimos que la conciencia se disgrega en un infierno. Solo en la maravillosa intimidad de los silencios se tocan los puntos que unen lo visible y lo invisible. En ese espacio encantado del silencio sobreviven y palpitan con delicada intensidad las formas inmateriales que a veces intuimos como el mensaje oculto que viene entre los sueños que nos sueñan.

Como habitualmente vivimos carcomidos por la falsa ilusión de lo visible, pensamos que el silencio es una realidad vencida, pero solo en él se rompe en mil pedazos la impostura de la vida cotidiana y solo en el silencio rescatamos un poco el encantamiento con lo eterno. Y solo en él y para siempre se nos derrota la mezquina noción de lo evidente.