Quienes aprendimos y creemos que por la verdad murió Cristo, y que decirla fue causa determinante de su martirio, defendemos la necesidad de cultivarla y mantenerla en la construcción de convivencia civilizada.
Los que mandan en este país, los que por meritocracia o por benevolencia democrática se ubican en los peldaños superiores del poder, están moralmente obligados a valerse de la verdad para comunicarse con la masa popular, expectante, desconcertada y confundida bajo inclemente cascada de aterradoras falacias.
De entrada deben admitir que nadie está obligado a estar de acuerdo con los acuerdos, y que el desacuerdo con los acuerdos no convierte a nadie en enemigo de la paz.
Alimentar esa táctica extremista de etiquetar al opositor para que otros lo lapiden, puede conducir a conflictos de mayores proporciones y peores consecuencias que las ya experimentadas.
El secuestro de Salud Hernández Mora, y otros dos periodistas que le seguían la pista a la noticia de su secuestro, debe servir como freno al vocabulario dulzarrón con que el gobierno disimula el crimen, y a la ostensible intolerancia con que apostrofa a los contradictores del mecanismo negociador que privilegia la impunidad.
Servirle a la causa de la verdad no puede convertirse en motivo de sanción social, ni de represión oficial, ni de retaliación mafiosa. Y el aparato estatal, constituido para salvaguardar la vida, honra y bienes de los ciudadanos, sus creencias y demás derechos y libertades, no puede incurrir en la estulticia de disfrazar y soslayar la brutalidad de los violentos.
En Colombia no puede estatuirse como canon de buena diplomacia, ni de corrección política, el lento, tardío y timorato repudio del delito.
Es verdad que el relativismo, del que hacen gala todas las ramas del poder público, vino a ser una de las fatídicas consecuencias del nuevo orden constitucional implantado desde 1991, y que las garantías del debido proceso tienden a menguar, en las etapas preliminares de la investigación, la entidad dañosa de los hechos punibles y de sus ejecutores, a tal punto que asesinos, violadores, secuestradores y terroristas, aun siendo capturados en flagrancia, gozan de cierta cortesía jurídico penal que los cataloga como elementales presuntos infractores del ordenamiento punitivo.
Pero nada justifica que el Presidente de la República y su Ministro de Defensa, con ofensiva desfachatez, utilizaran los medios informativos para insinuar que la secuestrada no estaba secuestrada, y que ella voluntariamente había desaparecido en la boca del lobo.
A tal situación de sometimiento no pueden conducirnos los inagotables diálogos de paz, mañosa y paulatinamente reducidos a negociación para finalizar el conflicto, y luego, como para poder descartar el plebiscito, trocados en acuerdos especiales integradores del bloque de constitucionalidad.
Así porque sí, porque estamos expuestos a exorbitantes facultades del ejecutivo y a humillantes exigencias de bandas ilegalmente armadas, con la anuencia de un poder legislativo castrado y una rama judicial ausente, no pueden cercenarnos los derechos a la libertad de opinión, prensa e información (Art. 20 C.N.), y a la libertad de locomoción (Art. 24 C.N.), mientras subrepticiamente reforman la Constitución desde La Habana.
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