Columna de opinión
Por: Roberto Rodríguez Fernandez
Pensando en los hechos cotidianos, y a partir de los análisis de la Comisión de la Verdad, sabemos que desde mediados de los años 90s no ha existido en Colombia un conflicto armado interno, tal como se describe internacionalmente. Lo que hemos tenido es una guerra de aniquilación de las poblaciones civiles por parte de todos los actores armados.
En el sur occidente en general, y en el Cauca en particular, los objetivos de estos actores ha sido los controles territoriales y poblacionales, indispensables para desarrollar sus negocios legales e ilegales, los que solo han podido imponer mediante las violencias.
Al tiempo, las organizaciones sociales han continuado con los reclamos de sus derechos colectivos, sobre todo a partir de los compromisos históricos ya firmados e incumplidos por el Estado, por lo cual continúan con las ocupaciones de tierras que las comunidades consideran como parte de sus espacios vitales.
Los sectores sociales urbanos han caído en un elitismo que rechaza esas luchas campesinas, indígenas, afros y de los barrios populares, hasta asumir actitudes aporofóbicas.
Los armados del Estado, los paramilitares, los civiles comprometidos, como también las guerrillas desde los años 90s y sus disidencias, todos ellos entraron en contacto inevitablemente con el narcotráfico y sus ejércitos privados. Entre todos han aunado esfuerzos para facilitar sus ganancias, a costa siempre de los civiles desarmados.
Fuera de todo esto, el extractivismo como política estatal es asumido, practicado y aconsejado por todos, claro, con todas sus consecuencias violentas. Así, quienes pierden son los propios civiles, las comunidades despojadas y la naturaleza degradada.
El antiguo carácter político de los enfrentamientos perdió su fuerza y su razón de ser hace ya décadas, a pesar de que alguno de los grupos armados conserve todavía parte de su discurso sobre formas de lucha social.
El gobierno progresista plantea conversar con todos, lógicamente a partir de condiciones que también presionan a las comunidades. Se propone que los atacantes abandonen sus armas, que se converse con las organizaciones sociales para solucionar los profundos problemas de tierras y extractivismos, que los narcos y otros delincuentes se acojan a la legalidad, que se logre un tratamiento que tienda a la reducción de los daños del narcotráfico y a la gradual legalización de sustancias adictivas, que los agricultores sustituyan voluntariamente sus cultivos, que se defiendan y garanticen los derechos humanos de todos, y que el Cauca encuentre por fin alguna oportunidad de paz y progreso. Los retos son inmensos y las esperanzas son grandes, sobre todo porque estos compromisos complejos nunca han sido abordados integralmente.
Por su parte, nuestras golpeadas comunidades han seguido fortaleciendo sus autonomías, quieren concertar con el gobierno progresista pero asumiendo sus propias autogestiones y autogobiernos. Esa es la democracia real, única forma de lograr la “paz” de la que muchos hablan, paz política, social, económica, cultural, paz con la naturaleza, construida en cada sector social con sus respectivos enfoques diferenciales.
En conclusión, toda negociación o acuerdo tendiente a superar esta guerra híbrida contra los civiles, y a superar problemas sociales históricos, debe provenir de los propios civiles, con el apoyo de todos, y debe girar alrededor de las verdades y por supuesto, la reparación de los daños a las incontables víctimas hasta donde sea posible.
El desprecio por la población civil es hoy el mayor tema de debate al hablar de las violencias en Colombia, no desde la neutralidad, sino comprometiéndose con la paz y la democracia reales, aquí y ahora.