Columna de opinión
Por: JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA
uchas veces me encontré con PACHULA recostado en la esquina de su casa, allá en la carrera 7 con 10, y no sabría decir si la casa sostenía a PACHULA o éste sostenía la casa. Por fortuna ambos se sostenían con especial fortaleza: la casa a pesar de los años que llevaba a cuestas y PACHULA, también.
PACHULA fue uno de los más grandes jugadores nacidos en este terruño, y a la verdad me regodeo, -es de lo único-, de haber jugado con él y visto mucho fútbol, razón más que suficiente para sostenerlo. Jugaba descalzo, no como dicen ahora con cocos, pues en la región no se daban, sino con balones del mero cuero, que mojados, eso sí, pesaban como cocos. Pegarle una patada era una machera y cabecear el balón era ser más cabeciduro que un coco, por no decir que era un suicidio.
Hacía todas las jugadas habidas y por haber. Su malabarismo se reflejaba en pasarle la bola por las barbas a quien fuera. Hacía túneles, así como el puente deprimido, con gran categoría, pues corría la pelota por medio de las piernas, sin hacerle daño a nadie. Cuando usted menos lo pensaba sacaba la bola de atrás, la escondía, la bajaba, la cubría con su cuerpo de gacela y de pronto: gol…goooollll…qué golaaazo!, gritaba la concurrencia y los ecos se extendían por El Achiral, pasando por las Américas, el Empedrado y San Camilo.
No se amedrentaba al jugar por la seguridad que se tenía así le tratáramos de quitar la bola dos, tres al mismo tiempo, hasta que los consuetudinarios asistentes que de fútbol se las saben todas, se morían de la “carcajiadera”. Cuando se armaban esas peñusquiñas,- peloteras hoy-, en los tiros de esquina, no me explico cómo sus pies cogían la bola como con la mano, quizás, eran prensiles y la ubicaba exactamente en el rincón más alejado del arquero. Pelaba los dientes, pero de la risa y volvía a instalarse en su puesto para volver a arrancar con sus inolvidables jugadas. Tenía una delicadeza para manejar el balón que la cancha parecía una oficina y él, su mejor funcionario.
Con Pachula, había muchos que jugaban descalzos para no tirarse los zapatos. Muchas veces la condición era jugar de esta manera para igualar las cargas, pero las permanentes dislocadas de dedos aconsejaron que cada uno jugara como pudiera siempre y cuando no le pusiera puntillas a los zapatos, como Jairo Navia, que de un tirón le arrancó la capellada a uno de los zapatos de quien esto escribe.
Al poner Pachula un “taco” a quien llevaba la bola, casi siempre sucedían dos cosas: volaba el contrario de cabeza a morder pasto o Pachula con la uña grande del pie le había partido el guayo en dos. Sus uñas parecían de marfil, razón más que suficiente para “aguantar” tanto golpe, solía decir Chepe Astaíza y completaba el gordo Eladio, cacharrero de profesión, que casi siempre llevaba el balón para que lo dejaran jugar: no le des tan duro que se vuelve “guevo”. Al cobrar tiros libros o penaltis, mandaba riflazos o cañonazos. Lo más increíble es que le daba tan duro que un tiro de fusil le quedaba pendejo. Una vez pateó tan fuerte que privó a “Venao”, el de arribita de las Castillos y el jetón Zapata tuvo que darle respiración boca a boca. Antes resucitó, dijo Bolita. Ese Pachula debía tener la pata multada, concluyó. Yo no le hago una barrera ni loco.
Recordaba Educardo Tróchez que no se fruncía ni cuando le ponían un zapato encima. Sus dedos y su empeine eran de berraquillo. Seguía impertérrito, tranquilo, como si nada; pues hasta eso: el hombre no se embejucaba ni siquiera respondía con una mala palabra. La única vez que se le partió la uña fue en un encontrón de padre y señor mío con un ladrillo de la portería. Pachula, con toda la parsimonia se sentó, se echó saliva, no en ayunas como dice Chepe, se sobó el dedo, se la acabó de arrancar y muy orondo siguió jugando. Ese viernes, si mi memoria no me falla, decía Alfonsito Campo, anotó dos golazos que quedaron enmarcados en la retina de todos los fanáticos que acudían a verlo jugar.
Antes se jugaba sin tanto perendengue. No como ahora: pelo de colores, cola en la mitad de la cabeza, tatuajes hasta en los juanetes y barbas de chivo. Por todo hacen berrinche: se tiran al suelo, inventan musarañas, dan más carambolas y vueltas que bajando El Morro en llantas usadas y por si fuera poco se hacen sacar en camilla. Debían imitar a las mujeres que no usan tantas artimañas, no se asustan ni se duelen de nada. Antiguamente, -que tal el término-, uno se levantaba solito sin refunfuñar porque nadie le paraba bolas y lo dejaban “puai tirao”.
Como venía comentando, Pachula era fortísimo. Creativo. Para cada jugada tenía una técnica. Cabeceaba como ninguno. Sus pies eran tallados en cantera y sus uñas parecían cortadas con disco. Una alcayata de chonta era pacotilla ante su resistencia. Una vez sembrados sus pies en el piso defendiendo la pelota vaya trabajo moverlo; se esperaba a que se quitara a voluntad o formar hilera para tumbarlo. Unos pies de roble lo soportaban y las plantas forjadas al yunque de las calles empedradas parecían tener doble suela que le daban la confianza para meter sus pies sin contemplaciones.
No recurrió a técnicos ni entrenadores para hacerse futbolista. Aprendió a jugar a la treintaiuna con el ramo de las hortensias, los claveles o las naranjas del enorme y florido solar de su casa. Luego en la calle, en los potreros de El Achiral o en el estadio CIRO LÓPEZ, donde seguía haciendo sin dificultad, -por el uso de guayos-, jugadas tan espectaculares que finalizadas en goles armaban el aplauso general pues venían nacidas de su acostumbrada magia personal. Se fajó unos partidazos que Catecampo, unos de los locutores, se embebía contando sus hazañas al referir que era uno de los mejores jugadores de fútbol de cuantos pasaron por allí y que los aficionados lo afirmamos de verdad pa’Dios. Jugó en Ferro Cauca del doctor Libreros, en la Selección Cauca del doctor Chávez, en Boca Junior y en Once Copas de los hermanos Martínez. Dicho sea, se caracterizaba por ser de los pocos que no se tomaba una copa ni antes ni después de los partidos. Se organizaba y pum para la casa.
Hoy que estamos viendo el mundial de fútbol cuánto hubiéramos dado por ver a Pachula jugando allí, decimos los de la Esquina del Movimiento, haciendo sus inolvidables jugadas en los fastuosos estadios de LAS MIL Y UNA NOCHES.
Si en la vida comarcana alguien se mereció un homenaje, fue Pachula. Honrado, sano, amigo leal, trabajador de raca mandaca y “callao”, cosa rarísima en este medio. Era todo un señor. A las seis de la mañana ya pasaba para comenzar su faena y a las cuatro de la tarde, volvía a pasar, con toda esa cochada de amigos de la séptima para jugar el “picao” con los de San Camilo, los Cardenales de la lomita del médico Tito Sánchez o los que subían del Alfonso López o los de El Cacho. Cuando se jugaba “apostao” era al primero que escogían, porque con él la ganancia era segura.
Este Pachula que hoy recordamos con afecto fue una luminaria del fútbol caucano que no surgió a nivel profesional porque no era de su interés. Disfrutaba el deporte y con jugar bien le bastaba. Pero los que jugamos con él; los aficionados y los amigos, que supimos de sus innatas condiciones futbolísticas, recordamos a Pachula con la misma fuerza de roble y pies de acero que tuvo para sostener lo que se le viniera encima.
Venía de una familia honorable. Olvidaba decir que su nombre de pila fue Víctor Ramírez Mosquera o a lo mejor su nombre fue PACHULA para quienes lo conocimos. Con ello pasó a la historia deportiva payanesa junto con Ranulfo Vidal y Bombillo Castro.