Abrazar el silencio

Esta crónica es un pequeño acercamiento a una realidad que han vivido muchos colombianos. Es una de las tantas historias de una época marcada por la violencia. Aquí, un acercamiento al silencio que cargan muchas madres para evitar que se repita el dolor y la muerte.

POR: KEKA GUZMÁN

El Nuevo Liberal

Paz. Eso era. Pura Paz.

Su cabello parecía un copito de nieve. Blanco, puro, sincero.

En sus manos se notaba el caminar de la vida. Trigueñas, arrugadas, pequeñas, muy pequeñas.

Ella era pequeñita. Una viejita con dientes de oro que le gustaba rezar el rosario y prenderle veladoras a los santos bendecidos de su cuarto.

Era tan frágil. Tan pequeñita. Tan dócil. Daban ganas de agarrarla y tirarla al viento para abrazarla con más fuerza.

Era como una niña, como una niñita pequeñita que disfrutaba y se asombraba con lo más mínimo.

Reía. Suspiraba. Eso hacía siempre. Reír. Suspirar. Quedarse viendo a la nada. Rezar. Tartamudear. Repetir sus plegarias y hacer un chasquido con la boca, un chasquido de evocación, un chasquido de pura fe. Visualizar a Dios. Nunca lo dejó. Nunca la dejó. Se fue con él. Siempre quiso irse con él.

Rosarito murió abrazada a un crucifijo en la cama de madera de 1.20 en la que dormía. Murió como se lo había imaginado, abrazando a Dios, con las veladoras encendidas, los santos bendecidos a su lado y su familia rodeándola; acariciando su cabecita blanca, abrazándola, apretándola fuerte y dejando ir, con alivio y resignación, un copito más al cielo.

Desplazamiento en Colombia. / Foto tomada de verdadpacifico.org

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Cuentan que era una noche normal, como todas las noches de sus vidas.

Cuentan que vivían en La Cominera, una vereda de Corinto, Cauca, al norte del departamento.

Cuentan que eran una familia numerosa, que habían perdido dos hijos y que una noche, de esas de las que poco se habla, tuvieron que salir sin decir nada.

También dicen que, por esos años, los años 50, las cosas eran muy complicadas, muy difíciles, que los suelos se pintaban de rojo y el sonido del llanto inundaba las montañas y se extendían hasta la cordillera central. Pasaron muchas cosas, pero ella nunca las contó, nunca quiso hablar, se abrazó del silencio y continuó.

¿Quién?

Rosarito, el copito de nieve en el cielo.

—Esa noche todo parecía normal —dice Rosalba Quintero Flor, hija de Rosarito.

Como de costumbre, su madre se acercó antes de dormir, le dio la bendición a ella y sus hermanos y se puso a planchar un par de camisas para su padre, Enrique.

—En la mañana siguiente mi papá tenía que levantarse a trabajar. Pero esa noche, de un momento a otro, se escuchó un ruido por la puerta de atrás y lo primero que hizo fue quitarse la camisa roja y luego salimos todos juntos.

Cuenta Rosalba que forzosamente entró una multitud de hombres a la casa.

No dejaron pronunciar palabra alguna.

Era La Chusma.

Sabían que tenían que salir.

Silencio. Angustia. Dolor. Miedo.

Salieron sin nada.

Y nunca más regresaron a sus tierras.

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Los bandoleros liberales, también llamados chusmeros por su origen popular, chusma, eran campesinos quienes al principio tenían filiación liberal, conservadora o comunista, o convertidos a esta, pero que al ser víctimas de La Violencia decidieron tomar armas más con carácter de autodefensa. Otros bandoleros eran ex policías que tenían el mismo fin y otros eran ex soldados, que se adhieren a las fuerzas paramilitares como lo eran los Chulavitas o los Pájaros. La gran mayoría de los bandoleros eran guerrilleros; algunos desmovilizados por la amnistía del presidente Gustavo Rojas Pinilla.

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Lo único que Rosarito llevó en sus manos fue el escapulario, mientras salía de prisa con sus hijos y su esposo Enrique. Él caminaba aceleradamente con la camisa roja entre sus brazos.

Llegaron hasta el pueblo buscando un lugar donde quedarse y al no encontrar un refugio, pasaron la noche en medio de la nada.

—Por los enfrentamientos entre liberales y conservadores tuvimos que abandonar la finca e irnos lejos de la vereda; si no nos íbamos, los terratenientes mataban a mi papá —cuenta Rosalba.

Dice también que su posición como ciudadanos a mediados de los cincuenta no tenía validez porque habían sido desplazados por un grupo armado de élite en Colombia que era conformado por campesinos conservadores basados en autoritarismo, militarismo y nacionalismo. Además, en la zona se habían presentado diversos casos de muertes a liberales y las personas se encontraban aterrorizadas y temían por sus vidas.

La Violencia, en ese entonces, se había apoderado de su vereda y no sólo de ella, sino de todo un país, porque las disputas entre los partidos políticos se encontraban en su punto más complejo. Por eso, las familias campesinas fueron las más cercanas a estos enfrentamientos y claramente las más afectadas.

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La Violencia en Colombia fue un periodo de disputas asociadas al bipartidismo político. La lucha enfrentaba a los partidos tradicionales de Colombia: liberales y conservadores. La Violencia como hecho histórico es determinante para comprender la realidad actual e histórica del país. El suceso tuvo su temporalidad en los años cincuenta aproximadamente y el escenario geográfico tuvo la suscripción de casi todos los departamentos del país, a excepción de algunas zonas que no tuvieron incidencia directa del conflicto.

La identidad partidista se diluyó en una disputa violenta sin precedentes. El protagonista principal de La Violencia tomó forma en las capas campesinas del país, siendo las zonas rurales, pueblos y veredas los escenarios que facilitaron tales acontecimientos.

La Violencia en Colombia tomó más fuerza y se reafirmó con un episodio de represión, protestas y desórdenes en la capital del país. El Bogotazo inició con la muerte de Gaitán y se considera uno de los actos más relevantes de violencia en el siglo XX, trayendo desórdenes que se extendieron a diversas regiones del país.

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Rosarito nunca habló de ese día. Ella, junto a sus siete hijos y su esposo, habían sido despojados de sus tierras tras una advertencia de muerte a Enrique, quien trabajaba todos los días en el campo y que, cuentan sus hijos, disfrutaba hacerlo y disfrutaba de esa vida.

—Me acuerdo muy poco de ese día, estaba muy pequeña —dice Rosalba.

—La hacienda donde vivíamos con mis papás no la pudieron vender, todo nos lo quitaron, entonces llegamos a Popayán, sin nada, sin conocer a nadie. Durante esa época, el asunto con colores era complicado, el color manejaba una especie de determinante simbólico y la violencia se representó como en una guerra daltónica, liberales eran los rojos y conservadores los azules. Desde allí, yo no sigo a ningún partido político, nosotros fuimos desplazados.

Desde el año 1910 hasta finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, fue el periodo donde más conflictos presentó Colombia en torno al uso de apropiación de la tierra posibilitando la interferencia bipartidista y electoral del conflicto.

—Hay marcas que nunca se borran. No solo fue el hecho de salir, sino de ver morir a muchos y saber y sentir que nosotros también íbamos a morir. Al final, en la vereda las cosas se pusieron difíciles, cada día eran más los propietarios despojados y en el país eran aún más los liberales muertos. Lo que pasaba en la capital se escenificaba en los pueblos, en las veredas y en las ciudades pequeñas. Han pasado muchos años y mi mamá nunca nos habló de esto, mi papá tampoco. Nosotros, ahora, es que nos ponemos a recordar y entendemos lo que fueron esos días.

Cuenta Rosalba que lo más vívido que tiene de esos momentos es el miedo y que quizás su madre sentía la sombra de que en algún momento podrían haberlos alcanzado.

—Mi mamita tuvo que haber sufrido muchas cosas en esas épocas, ella mucho más que mi papá, por ser mujer. Cargó muchas cosas ella solita y nunca, nunca nos dijo nada. Quizás quería protegernos y tenía miedo, mucho miedo de perdernos. Pero siempre andábamos con Dios, ella era muy creyente y siempre muy entregada al creador.

Dicen que Rosarito se alejó de la venganza. Creen que ella sentía que, con facilidad, las personas se entregaban a conflictos que nacen desde el poder y que muchas veces se heredan de generación en   generación.

Nadie quiere regresar a esos días, pero menos ella, porque delante suyo se fueron muchos, porque sus ojos vieron el final de la vida y porque su camino, el camino que recorrían sus hijos, el camino de la libertad y del amor, estaba manchado por sangre.

Quizás por eso se aferró tanto a Dios, porque hizo parte de una nación con heridas, porque ella fue la columna que lo levantó todo.

¿Por qué Rosarito es la protagonista?

—Aunque nunca dijo nada, hizo mucho desde su silencio. Primero, nos acercó a Dios. Segundo, logró tenernos a salvo. Tercero, sólo habló del conflicto desde la paz y lo hacía desde su quehacer diario, desde sus enseñanzas, desde hacernos entender que la paz la teníamos que construir nosotros en la casa, una casa que, aunque no era nuestra, era lo que llamábamos hogar. Hubiera sido bueno preguntarle, escucharla y hacer algo. De pronto si se lo hubiéramos preguntado ella nos lo hubiera contado.

Muchas familias sufrieron el desplazamiento forzado de sus tierras por los bandoleros también llamados “chusmeros o chusma”. Colombia pasó por los momentos más violentos de una época donde las más afectadas fueron las familias campesinas. Hoy en día estas historias son el vivo recuerdo de sufrimiento, pero también de aprendizaje y aunque traen consigo un dolor que nunca se borrará, también traen esperanza en aquellos que lo vivieron.

Quizás, la necesidad de contar cayó en el silencio para Rosarito, o Rosario Flor de Quintero, mi bisabuela, el copito de nieve en el cielo.