Sentirse recóndito

Libro emblemático para las reivindicaciones del Pacífico colombiano, Litoral recóndito, de Sofonías Yacup, publicado inicialmente en 1934, tiene ahora una nueva edición en la colección Posteris Lvmen, del Sello Editorial de la Universidad del Cauca. Aquí, se comparte el prólogo, escrito por Alfredo Vanín.

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Por: Alfredo Vanín Romero

El primer atisbo que se siente en la obra del guapireño Sofonías Yacup es el de haber entendido que el desarrollo y progreso de nuestro país pasaban lejos de su litoral recóndito. Para un hombre nacido a finales del siglo XIX, de espíritu liberal, descendiente de sirio-libaneses enraizados en esta tierra colombiana de largas fronteras, esto debía ser muy claro, como lo fue para el etnólogo de Nóvita, Rogerio Velásquez. Pero no lo era tanto para los ensimismados paisanos que se sentían a gusto, a remo y vela sobre el agua, viviendo con la mayor libertad que puede tener alguien que no está atado a los ritmos industriales. Pero para él era ya un indicio de lo que vendría.

Sentirse recóndito en nuestro país no era sin embargo nada nuevo, pero sí paradójico. Porque las civilizaciones humanas se fortalecieron junto al mar, el ancestral camino de las migraciones más dilatadas y luego el espacio del gran comercio. Que lo digan los fenicios, fundadores de Cartago, uno de los grupos humanos presentes en la génesis cultural del Mediterráneo. Que lo digan los propios europeos, para quienes el mar representó el camino hacia la opulencia a costa de la explotación y esclavización desmedida de los otros.

Paradójico, porque se supone que quienes están situados en un litoral poseen las puertas de entrada, y quienes estarían remotos y recónditos deberían ser los situados en las altas cordilleras, donde solo el ingenio conquistador se atrevió a convertir en centro de la república, en contravía de todas las grandes civilizaciones modernas, no solo en Europa, África y Asia, sino también en las Américas.

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El sur de nuestro continente tiene a Buenos Aires en la desembocadura del Río de la Plata, Caracas está a pocos pasos del mar, las principales ciudades de Brasil, igualmente, Santiago de Chile quedó cerca a las orillas del Pacífico… Pero Colombia y su homóloga andina, Ecuador (aunque el puerto de Guayaquil es su segunda ciudad), se llevaron el centro del mundo hacia las cordilleras, cuando toda la lógica advertía que el mar es la fuente de la riqueza y de las comunicaciones, “el mar abierto y democrático”, en palabras del poeta Nicolás Guillén.

Paradoja que definió caracteres: a los andinos con una fuerte reverencia virreinal y un ilimitado sentido del tráfico de influencias, y a los costeños (de ambas costas) con la total irreverencia para contrariar a los encopetados de las montañas. Ser recónditos, pues, obedeció a una inusitada interpretación de la historia en nuestro país, donde lo más visible devino en lo oculto y remoto, y lo más remoto fue sinónimo de pujanza y toma de decisiones sobre el resto de un país fragmentado.

La perspicacia de Sofonías Yacup en su obra mayor –un clásico de las letras regionales y nacionales– va todavía más allá al enfrentar la reconditez con una propuesta de desarrollo, con todo derecho, mediante sus legítimos protagonistas, como ciudadanos dignos, iguales en derecho. Pero él entendía que la tarea era difícil al conocer por dentro los mecanismos centralistas, por eso invocaba la necesidad de “generaciones de combate” que enfrentaran el desafío del desarrollo propio, con visión de litoral, sin mendigar; al contrario, aprovechando las ventajas de una riqueza natural y cultural, incluso descifrando sus mitos y desmitificando lo que estorbara para la tarea.

El litoral que él sintió, amó y propuso, tomó sin embargo el rumbo más cómodo para nuestros brillantes planificadores: una integración ciega a los destinos del desarrollismo, desvirtuándose de paso una sabiduría para el manejo del medio ambiente y una capacidad de vivir armoniosamente, sin los lujos del consumismo, pero sin la pobreza apabullante que impone el intercambio comercial monetizado a cambio de las materias primas y la fuerza de trabajo semiesclavizada.

El recóndito litoral parecía corroborar con su empobrecimiento las palabras de eminentes cerebros granadinos como Caldas o como Acosta Samper y Laureano Gómez, porque para ellos a medida que se descendía hacia el nivel del mar se empobrecía la inteligencia, el ánimo se volvía haragán, y la lascivia, la pereza y el abandono bestializaban a sus habitantes, por supuesto negros e indígenas. La mirada que pervierte al otro para justificar su discriminación y explotarlo y apartarlo sin remordimientos del festín de la riqueza, había alcanzado su máxima expresión a mediados del siglo XX, cuando el país era un objetivo más que perfecto contra cualquier intento de subvertir un orden que en América tenía necesidad vital de cambio, como lo proponía Indalecio Liévano Aguirre.

Y así, este litoral, que nada tenía de recóndito, porque estaba a la vista de quien entrara por sus costas, toma el nombre que nos definió durante años. Primero porque fue un lugar a donde llegaban los españoles y criollos con sus “piezas de minería”; segundo porque la riqueza producida, tal como sigue ocurriendo hoy, tomaba otro destino y nunca reinvertía en la región; tercero, porque al nombrarnos pareciera que estábamos en la frontera de la Terra incognita, habitada por indolentes salvajes. El litoral Caribe había sido durante la conquista y la colonia el mar de los caribes (caníbales) para ser redefinido luego como el mar fundacional de la patria. Y el Pacífico que producía oro siguió siendo el mar salvaje, que luego, propuesto en toda su dimensión por una pluma acertada, inteligente y conocedora de los intríngulis del poder, se llamó recóndito.

Ese litoral produjo oro en la conquista y la colonia, pero luego fue “redescubierto” y volvió a producir mayores cantidades de oro para las nuevas potencias europeas durante gran parte del siglo XX, y produjo tagua y caucho hasta cuando los adelantos tecnológicos lo suplieron, y luego madera y finalmente palma africana y coca. Y con todo ello la violencia que se instaló para destrozar los tejidos sociales y convertir el territorio de la Ley 70 en trincheras del narcotráfico, destruyendo de paso los sistemas organizativos y productivos de una región que fue autosuficiente.

No fue eso lo previsto por el político y escritor Sofonías Yacup, para quien el litoral –desde el Chocó hasta el Nariño– tenía las potencialidades de sus riquezas que podría compartir con un país, pero sin el saqueo que se sufrió en su época y que se agudizaría después en esta era tormentosa en la que la muerte y el desalojo son los protagonistas. Pero fue él quien realmente le mostró al país que acá existía una tierra que no era de salvajes sino de hombres y mujeres enfrentados a condiciones difíciles, que requerían apoyo pero no limosnas; que requerían educación formal, pero no desarraigo; apoyo tecnológico, pero no destrucción de sus hábitats; presencia institucional, pero no corrupción generalizada.

Ahora, las generaciones nuevas, cada vez más conectadas con el desarrollismo del centro del país, deben empezar a beber en estas páginas que están esperando los capítulos nuevos, pero sobre todo las acciones nuevas que pongan punto final a una guerra devastadora que hace estremecer en sus tumbas a cientos de hombres que perdieron la vida en las guerras civiles y todo para que el Estado se convirtiera cada vez más en un Estado retrógrado, discriminante y servicial ante las potencias que han saqueado el Pacífico. A esta región le destruyeron de plano un proyecto de vida, empezando por la enajenación de su territorio a las transnacionales mineras, y continuando con la Ley 2ª de 1951 que decretó como baldías las tierras ancestrales de indígenas y afropacíficos. Y fue necesaria otra ley, derivada de la Constitución de 1991, para empezar a reparar el despojo.

Una historia azarosa, que atisbó el autor de Litoral Recóndito, como hombre de leyes y principios, lleno de amor por una tierra que sabía frágil, porque no podía competir con un centralismo arrollador que la negaba y en mejores términos la encubría como una tierra de reserva. Y fue así como orillas del mar más grande del mundo, en nuestro país que no ama sus fronteras ni sus mares, ni sus selvas ni sus ríos, se volvieron recónditas.

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