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Por Carlos Pantoja
Caminaba sin prisa mientras hablaba a su mascota, un pequeño lanudo de pelo negro al que sujetaba con una correa muy delgada; la miré sin mucha atención, distraído en la máquina de expendio de tiquetes, que me tenía descubriéndola entre prueba y error, ya que no conocía el sistema, pues la última vez que estuve en la ciudad, hacía ya diez años, aún había una cabina de expendio atendida por un humano.
Tardé un minuto en descubrir el funcionamiento, compré un boleto de ida hasta la Gran Estación, y de regreso, en seguida verifiqué en la pantalla de información; el siguiente tren pasaría en seis minutos. Una corriente helada me obligó a buscar refugio en un rincón donde el viento no daba de lleno; entonces reparé nuevamente en la mujer del perrito, joven, blanca, de unos treita años; vestía informal un leggin negro y un chaquetón beige.
El peludo negro ahora reposaba tranquilamente en brazos de su ama; estaríamos a seis metros de distancia, despreocupadamente, y guapa, esperaba ella casi al borde de la plataforma. En seis exactos minutos el tren hizo su parada, la mujer del perrito, yo y todos los demás parroquianos abordamos el tren en distintos vagones y puertas alejadas. El viaje hasta la gran central de New York tarda unos veinticinco minutos con tres paradas anteriores, New Rochelle, Forham y Harlem.
Al bajar del vagón miré en las dos direcciones, derecha e izquierda; muy poca gente viró a la iquierda, la mayoría a la derecha; di unos pasos hacia la derecha, y vi un aviso que anunciaba una parada del metro; eso me hizo pensar equivocadamente que mi dirección debería ser a la izquierda, donde encontraría la plaza central de la Gran Estacion, donde debía encontrarme con Mercedes; a lo sumo, en diez pasos de caminata, me crucé con la mujer del perrito, me miró como yo a ella, hicimos contacto visual, encontré su mirada suave y curiosa, me sonrió tímidamente, respondí con una pequeña venia; era mucho más atractiva de lo que pude ver en la estación cuando la miré por primera vez; caminé unos pasos más y volví sobre mis pasos, despues de pensar, que para donde va la mayoría es generalmente para donde uno debe ir cuando no conoce o no recuerda bien los lugares.
La bella dama, iba delante, a cinco pasos; pero cuando salí a la plaza central de la Estación, la perdí de vista. Mercedes me esperaba junto al reloj central de la estación; allí estaba. Tengo la esperanza de volver a ver a la bella mujer y su perrito, uno de estos días de viajes en tren a Manhattan.