Volar con los pies en la tierra

Por: Luis Guillermo Jaramillo E. – Profesor de la Universidad del Cauca – [email protected]

Para el caminante todo entra por los pies. El desplazamiento de un cuerpo-propio, llevado por los pies, ondea sensaciones de libertad que ningún aparato de locomoción puede remplazar. La vida toma ritmo cuando la huella plantar se conecta con la tierra en movimiento cadente. El cuerpo pasa a ser fuente de inspiración-orientación hacia los más hondos impulsos de una voluntad que se sabe así misma distinta. En el caminar, la tierra que pisamos no es objeto de soberanía y poder; por el contrario, sentimos que pertenecemos a ella, dado que, en su aparente reposo, nuestro desplazamiento posibilita estar en un suelo sentido bajo los pies. Tierra como suelo o cuerpo en reposo donde experimentamos que ella no se mueve (Husserl). ¡He ahí la maravilla del andar! Nuestro caminar se hace cuerpo y su movimiento libertad. En el andar nuestro cerebro rabia, como bien lo expresó el cineasta Werner Herzog: “aquel a quien no le arde la lengua le arden las plantas de los pies”.

Precisamente, a comienzos de invierno de 1974, este director de cine se entera desde Alemania que una de sus mejores amigas, Lotte H. Eisner –arqueóloga, historiadora y crítica de cine– se encuentra gravemente enferma en París. Lo más probable es que muera. Werner consternado reacciona negando el acontecimiento, como si de él dependiera que su amiga no muera. Se dice: “La Eisnerín no puede morir, no morirá, no lo permitiré. No morirá, no lo hará. Ahora no, no puede. Quizá más adelante, cuando se lo permitamos… si llego a París vivirá”. Se prevé de una chaqueta, una brújula, un morral y botas nuevas. Decide ir a pie hasta París a visitarla. “Mi paso es firme y la tierra tiembla. Cuando camino es un bisonte el que camina. Cuando descanso es una montaña la que reposa”. Inicia su viaje con la certeza de que mientras camine Eisner no morirá, sus pasos son como el aliento que le permiten animar su corazón; impulso de vida que sobrepasa las palabras, una carta o una llamada telefónica. Además, ante el acontecimiento, siente ese deseo de estar a solas consigo mismo.

En el trayecto –que inicia un 23 de noviembre– nuestro cineasta va narrando su experiencia del caminar. Siente los campos húmedos y pesados por el invierno, la hierba aplastada, coches deshuesados al lado de la vía, exceso de basura que pasajeros desde sus coches no pueden ver. Cuán distinto se ve el mundo desde nuestros pies. En su avanzar Werner va llegando a los pueblos –algunos por el invierno se hacen los muertos–, en otros encuentra las fondas: música que ameniza y conversaciones de fondo; ve madres con sus hijos celebrando la primera comunión; niños corriendo, zigzagueando movimientos de coreografías jugadas. Se pregunta: “¿cómo juegan en realidad los niños?… se necesitaría para ello unos prismáticos”. Después de un recreo ve cómo “la escuela se ha tragado a los niños” y cómo las personas hacen del mundo una parte de su vida encantada. Mira con los ojos de los pies: “todo lo siente muy nuevo, un nuevo pedazo de vida”.

Con el paso de los días siente que ya no camina… vaga. Más allá de él, las piernas caminan. A veces se pregunta por qué es tan doloroso caminar; se alienta a sí mismo y continúa. Un sentimiento fraterno de soledad le ha inundado el pecho. Los campos de maíz le invitan a reflexionar; a medida que avanza lo acompaña la neblina, una densa nieve y el agua que proporciona la montaña. Ve cómo “el viento revuelve un bosque que lo mira y cómo los troncos de los árboles humean como seres vivos”. En ocasiones, absorto en sus pensamientos, no se da cuenta de que está andando; empieza a caminar ideas. Su marcha es entonces palabra-andada, concepto-vivo. Se pregunta cómo seguirá su amiga, su querida Eisnerín. Medita a través de la nieve que va dispersando con sus pasos; huellas bajo sus pies que testifican el paso firme de su pensamiento o, dicho de otro modo por Werner: “ideas ardientes sobre el hielo que forman hielo a la velocidad de las ideas”; no en vano, en ocasiones “la sabiduría llega a través de las plantas de los pies”. En su meditación a veces toma una ruta equivocada, se pierde; sin embargo, considera que son otras direcciones las que al final le permiten saber que va en el camino correcto.

Se conoce un poco más, pero también, conoce un poco más de su cuerpo; su modo de andar y desplazarse. Localiza con detalle las ampollas en sus pies, la sudoración al caminar, el tobillo inflamado, la estrechez de sus botas, la agitación del respirar y el olor a sí. Un giro brusco por el lado izquierdo “le enseña de pronto qué es un menisco, algo que conocía solo en la teoría”. Sus sentidos se agudizan, aprende a escucharse a sí mismo, a los otros y a lo otro; se da cuenta que al mirar también se siente mirado; huele a comida al ver una chimenea humear; escucha los susurros del viento cuando se mueven las copas de los árboles y siente la boca seca al ver correr el agua que destila la montaña. Al final piensa: “todos deberíamos caminar”. El cuerpo se sabe distinto cuando caminamos: “Cuántos perros, desde el coche no se ven, tampoco el olor a fuego ni los árboles que suspiran”. La acción del caminar es metáfora que nos hace sentir que, así como caminamos, así camina nuestra vida: a veces ansiosa, otras con dolor; a veces con sosiego, otras con prisa. El modo de caminar marca el pulso vital de cómo nos movemos en la vida.

Werner llega a París en diciembre, después de 21 días de camino. ¡Su amiga aún está con vida! Parece que alguien le había dicho que el loco de su amigo venía a pie desde Múnich a verla. Acto de amor que, según Werner, le sirvió para mantenerla con vida. Eisner vivió nueve años más, cumpliendo así la promesa que se hizo Werner de no permitirle morir; el nuevo cine alemán y sus amigos aún necesitaban de ella. Al llegar al hospital, el cineasta se sienta a su lado; ella le coloca otro asiento para que levante sus “pobres pies cansados”; él por su parte le anima diciéndole que próximamente cocinarán juntos. El diario del camino, al lado de Eisner, termina con las siguientes palabras: “Durante un breve y delicado momento algo suave ha atravesado mi cuerpo exhausto. Abra la ventana, he dicho, desde hace algunos días puedo volar”. Años más tarde Werner confiesa que fue su amistad con Eisner la que le ha dado alas para volar. Vuelo impulsado por tener los pies sobre la tierra; lugar de reposo donde las piernas se extienden como alas hacia la plenitud de la vida.

Referencias:

Herzog Werner. (2015). Del caminar sobre hielo: Gallo Nero.

 

 

 

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