Manuel Pombo: cuando la vida fue el viaje

La colección Posteris Lvmen compila en un solo libro los relatos de viaje y una breve autobiografía del payanés Manuel Pombo, uno de los tres principales referentes del viaje literario decimonónico. Aquí, publicamos apartes del prólogo.

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Por: Felipe Restrepo David

Ángel Cuervo, con su hermano Rufino José Cuervo, emprende su primer viaje a Europa en 1878. Su viaje anhelado: tiene cuarenta años. Y lleva consigo dos regalos; un lapicero de plata que le regala su amigo Pío Rengifo; y uno aún más decisivo para las décadas posteriores, una libreta de tapas duras de color café oscuro, que le entrega su otro entrañable amigo, Manuel Pombo, para que pudiera escribir su propio viaje, para que la palabra de ida y de regreso fuera su diálogo en el tiempo, ya plasmada, sellada, en esas hojas finas, lisas, elegantes. Una libreta para que conformara su otro cuerpo. Pombo, como viajero nato, sabía qué regalaba, comprendía la trascendencia de esa libreta. Por ella, que aún se conserva bien resguardada, se pudo conocer, ya editada como libro, cien años después, el viaje de Ángel Cuervo a Europa con Rufino José.

Manuel Pombo tenía una papelería y librería muy famosa en la Bogotá de la segunda mitad del siglo XIX, en la calle segunda al norte. Se había dedicado a actividades comerciales —a veces a las judiciales— y de cuando en cuando a la poesía. Solo que era muy receloso de publicar, más bien, prefería compartir con amigos una que otra creación. Su reputación, además de comerciante y abogado, provenía de su apellido y tradición —su padre había sido Lino de Pombo, y era hermano mayor de Rafael—; y en parte por sus poemas, pero, sobre todo, por un relato de viaje que permanecía inédito, y del que solo había leído algunas páginas a conocidos y familiares, cuidadosamente escritas de su puño y letra. Era, como suele decirse, un respetadísimo escritor algo a la sombra, reacio al aplauso, invadido de pudor. Escogía la compañía de sus amigos, la bohemia y su pequeña librería.

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Manuel había nacido en Popayán el 17 de noviembre de 1827 pero muy pronto, en 1833, por compromisos políticos de su padre, se había traslado su familia a Bogotá: es conocida la historia de que su madre, Ana María Rebolledo Tejada, había hecho el viaje en embarazo de Rafael: por poco, el gran poeta de los relatos infantiles nace en Popayán o en pleno camino. Manuel se forma como abogado en el Colegio San Bartolomé, y en la década del cuarenta regresa a Popayán, por responsabilidades familiares y comerciales.

En 1851 es convocado para la guerra civil que se libra en Antioquia, y se une a las tropas liberales al comando del general Tomás Herrera y acaudilladas por el también general y senador Eusebio Borrero. Son años convulsos, intensos y complejos, de un país dividido, y para entonces el hombre de letras, de pensamiento, es indisoluble del hombre de acción, de armas; o al menos ese pareció ser el caso de Manuel.

En 1850 había realizado un viaje del que dejó dos relatos importantes: uno por el Valle del Cauca, y otro por el río Dagua. Ya había participado, también, en la fundación de ciertos periódicos y estaba al tanto del movimiento literario y cultural del país; solo que su protagonismo era, como suele decirse, el de un escritor “menor”, no en cuanto jerarquía, sino por aquella idea de renunciar a la busca de la “obra maestra”.

Manuel permaneció en Antioquia hasta inicios de 1852, justo cuando emprende su regreso a Bogotá, y luego a Popayán, para contraer matrimonio luego con María Ayerbe, para fijar su definitiva residencia nuevamente en Bogotá a partir de 1854, hasta el día de su muerte, el 25 de mayo de 1898.

Esos dos años, 1850-1852, en medio de guerras civiles y de un país todavía generoso en descubrimiento de sus propios territorios, selvas y paisajes, son el tiempo del viaje para él. No hay permanencia, sus días transcurren a lomo de mula, al lado de bogas, cerca de precipicios, a la orilla de quebradas y a nado de ríos, dentro de valles y en descanso a la sombra de frondosos árboles, en medio de caminos de páramos o de selvas. Manuel tiene veintitrés y veinticinco años. A veces viste como un viajero de botas, de ropas gastadas; otras, como un militar presto para el combate. Aún no es Ulises porque ni siquiera Ítaca es una realidad en el cuerpo y la memoria. Sería acaso Gilgamesh en busca de mundo para su expansión, alegría y desafío. Un mundo para reconocerse y después relatarlo. Caminos no para para alimentar su palabra; acaso, para encontrarla por primera vez. Saber su respiración. Sentir su sangre.

Sus dos primeros viajes —al Valle del Cauca y al Dagua— fueron publicados en vida, en 1866, el Museo de Cuadros y Costumbres. Estos dos relatos le habían dado un cierto reconocimiento como escritor de viajes, entre muchos otros escritores y humanistas que habían dado a conocer los suyos, de mayor envergadura, como Manuel Ancízar, Salvador Camacho Roldán, Jorge Isaacs, José María Samper, Manuel Uribe Ángel… Solo en 1914, ya muerto Manuel, su hijo Lino de Pombo rescata aquel viaje, famoso e inédito que Manuel había escrito en 1852, De Medellín a Bogotá, cuando había terminado la campaña en Antioquia y se había propuesto regresar a la capital a retomar su vida. La edición de Lino de Pombo fue una noticia celebrada, pues por primera vez se conocía ese viaje completo, que resultaba ser mucho mayor de lo que Manuel contaba, y que con tanta timidez guardaba en una libreta. Su libreta de viaje y apuntes.

Con esa publicación póstuma, su nombre comenzaba a considerarse como uno de los mayores escritores colombianos de viaje del siglo XIX; completaba algo así como la triada de los manueles: Ancízar, Uribe Ángel y Pombo, la principal referencia del viaje literario decimonónico. Viajes realizados todos entre las décadas del cincuenta y del sesenta, un momento decisivo en el conocimiento de la nueva e inestable república, sus límites y riquezas. Los de Uribe Ángel, por el sur de la Nueva Granada (hoy Ecuador) y por la provincia de Antioquia, incluso Centroamérica; los de Ancízar, encargados por la Comisión Corográfica, por Cundinamarca, Boyacá y Santander. Estos viajes, unidos a los de Pombo, representan la mejor geografía relatada, humana, cultural y natural de una parte del país entre 1850 y 1860.

La historia de la escritura de su travesía de Medellín hasta Bogotá por el páramo de Herveo no se conoce. Lo más probable es que se trate de una versión muy posterior al viaje, alimentada del recuerdo fiel, de la sensibilidad poética de su autor y de varias notas, quizás, tomadas en el camino, como era y es usual en tantos narradores de viaje. Y esto podría ser así ya que al final el relato se interrumpe para convertirse en solo notas y listados de personas y lugares: cuando llega a Lérida y luego a Ambalema para emprender la subida a Bogotá.

Por las fechas, se sabe que salió de Medellín el 3 de febrero de 1852 en la madrugada, listo para encaminarse por la subida a Santa Elena que lo llevaría a Rionegro; llegaría a Bogotá el 7 de marzo a las siete de la noche. Y se sabe, por su propia narración, que vestía su uniforme de militar, que poco a poco se fue embarrando, expuesto a sol y a agua, hasta que el mismo camino difícil, áspero, arisco, lo convirtió en viajero de vestimenta sencilla, raída y descolorida. Las suyas fueron de esas travesías que arrebatan institucionalidad, y que revelan dignidad. No es que pongan a prueba, es que devuelven deseos y miedos olvidados o no reconocidos; lo que el viajero ya trae consigo, sale: por eso son viajes tan humanos, de transformación —de lejos pueden identificarse con turismo—. Es como si brotara por fin la semilla. Por supuesto, ese movimiento precisa de coraje. Un raro amor por lo incierto. Mejor dicho: fascinación por ese puente que comunica lo erótico y tanático.

Y a riesgo de juzgar una intimidad que siempre mantuvo oculta, podría decirse que la vida misma de Manuel —en ese bajo perfil desde el que solía rechazar altos cargos públicos y honorarios que de tanto en tanto le ofrecían, y en la cotidianidad de su pequeña librería y papelería que era una parada de caminantes y amigos— siguió siendo una afirmación del viaje como duda y aventura, de verdades puestas siempre en cuestión, apertura de mundo y afectos: si no, qué son los libros, la lectura y la conversación animados por la amistad. Si no, qué fue entonces esa sutil decisión, determinación inquebrantable, de permanecer a un lado, en la contemplación libresca de recibir a los otros, de ganarse la vida así, con modestia, al punto de que sus últimos años fueron también sencillos, sin riquezas ni ostentaciones.

 

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