MARTO ANTONIO VALENCIA CALLE
Mi abuelo era amigo del cura de El Bordo y a veces me enviaba a dejarle tinajas de leche, gallinas, frutas, panela, plátanos, en fin… lo que fuera para sintonizarse con Dios.
Una vez se despeñaron unas cabras y de las veredas del Guanábano y del Salado bajaron hasta Cascajal, con el fin de comer carne frita con yuca; luego me mandaron a entregarle las vísceras al sacerdote para que se preparara la pepitoria que tanto le gustaba. Como era de noche, el cura me acomodó en la pieza de huéspedes. Entonces un par de monjas prepararon con hierbas finas todas las vísceras. Al principio olían hediondo, pero, una vez fritas, quedaron sabrosas y me zampé lo que me ofrecieron.
Más tarde me invitaron a jugar parqués con las dos monjas que vivían en la casa parroquial. Yo estaba pensativo, sin motivo alguno. Me sentía cansado y el padre me preguntó si tenía alguna preocupación. Me dijo que ellos estaban allí para escucharme.
Casi sin dudarlo le pregunté si creía en el diablo. Él tiró sus dados sobre el tablero del parqués y contestó que de otro modo no sería un soldado de Cristo.
—¿Y usted sería capaz de hacer pacto con el diablo, como el negro Sinforoso? —interrogué.
—¿Tú sabes la verdadera historia de los empautamientos? —contrapreguntó, moviendo su ficha roja siete casillas. Luego levantó su mirada para observarme de frente con sus ojos azules.
Negué con la cabeza y la monja mayorcita —de gafas y cabello canoso— le pidió que nos la contara.
—Hablé varias veces con “el comisionado del diablo” en el valle de Patía —relató el cura—. Incluso intenté rescatar a un empautado, aunque es imposible. Tan solo el negro Sinforoso pudo hacerlo. Ahora Satanás es más precavido.
—Se supone que el empautado debe romper relaciones con la Iglesia y cometer crímenes para demostrar que no se arruga con el miedo —mencionó una de las monjas.
—¡Ve, moso! El diablo está atento a quien cometa de manera repetitiva y con deseos oscuros los siete pecados capitales. Se llaman así porque son vicios que dan origen a otros pecados. ¿Los conoces, cierto? —Me increpó con las cejas fruncidas.
—¡Eh, niño, soy cristiano! —le contesté y comencé a recitarlos—: La soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza. Son vicios en los cuales uno puede caer con facilidad, cualquiera nos puede inducir.
—De todo eso te libras con oración, avemarías y padrenuestros. Sin embargo, el peligro de todos los días está en caer en hechizos, maldiciones, amarres, conjuros y encantamientos de brujas.
—Toco madera, pero cuente por si acaso. —Le animé.
—Solo se toma agua donde los animales lo hagan, ellos no toman aguas envenenadas; asegúrate de que las frutas tengan gusanos; siembra donde haya lombrices y armadillos; construye casa donde haya serpientes, alacranes y cucarachas, son seres vivos; descansa bajo árboles con hormigas y donde oigas pájaros; y siempre escucha el silencio y las palabras de los demás para estar atento a los sonidos del mal.
—¿Verdad de Cristo?
—¡Verdad pa’ Dios!