“Mambrú se fue a la guerra, no sé si volverá”

MATEO MALAHORA

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Una guerra con Venezuela, por asuntos estratégicos, sería una guerra de Estados Unidos y Colombia, contra el hermano pueblo de Venezuela, que involucraría a sus aliados como Rusia, China e Irán.

Inconcebible confrontación armada en América Latina, diversión para la extrema derecha nacional e internacional, que se considera inmune, y una tragedia para los pueblos del mundo.

En el ajedrez internacional las jugadas previas han asumido estampas de legalidad, comenzando por desnaturalizar al adversario, minimizando su poder de respuesta y magnificando el poder norteamericano.

Acostumbrados en Colombia a la guerra como nación fundante, a las guerras civiles y la guerra de guerrillas, celebramos toda violencia política, siempre y cuando no lastime nuestros predios familiares.

Y pese a que la literatura de la guerra es abundante en lo universal y escasa en lo nacional, la tratamos en tiempos de paz como si fuera un mito.

Asumir frente a la guerra una posición de rechazo debe ser un imperativo moral, una exigencia mundial, como lo hizo en el siglo V a. C. Sun Tzu, el guerrero más estudioso de la beligerancia y la contienda armada.

Los animales han observado morir a sus iguales a garrotazo limpio desde los tiempos prehistóricos y nada indica que se detengan a meditar sobre la muerte de sus iguales.

En cambio, los hombres primitivos, como los neandertales, preocupados por la mortalidad, inventaron la inmortalidad y aceptaron las hostilidades guerreras como una tarea “civilizatoria”.

La antropología sugiere que en las cavernas se han encontrado vestigios que inducen a pensar que desde tiempos inmemoriales se inició la guerra y, como tal, es inevitable.

Lo primero que surge para justificarla es considerar que el enemigo no pertenece a la especie humana, después se crea el derecho a eliminarlo y cuando hay intereses económicos que la promueven, como hoy lo hacen insólitamente en la OEA y la ONU, domicilio de los más insensibles burócratas mundiales, para quienes la tragedia de la matanza colectiva no es hija de la miseria humana.

Creer que la guerra, como lo dijo Clausewitz en su clásica definición “… es la continuación de la política por otros medios” ya no tiene puntual aceptación, pues la realidad mundial es más compleja y en muchos casos ha dejado de ser la continuación de la política para suplantarla por la muerte de civiles que, como lo vemos en la “mass media”, corresponde al 80 por ciento de víctimas inocentes, ajenas al conflicto.

La guerra entre combatientes reconocidos, según las normativas internacionales, ha dejado de existir.

Paradójicamente se puede afirmar que las nuevas guerras internacionales se han desmilitarizado, no se dan entre combatientes tradicionales y en los enfrentamientos, para dirimirlas, no hay batallas sino masacres y exterminios de ciudades para rendir al enemigo y para ocultar las fortunas que esconden las armas.

Una guerra contra Venezuela no sería simétrica, pensar que se van a utilizar caballos y pólvora, como en que las guerras del medioevo, sería tener una ingenuidad pasmosa. A estas alturas la guerra será completamente asimétrica, devastadora y catastrófica, utilizará una tecnología sin precedentes en la historia armamentista y que convertirá a Colombia en un teatro ineludible de operaciones

Agregamos, además, sin viso de equivocarnos, que para la industria del armamento la guerra supone un gran negocio. Varios de ellos tienen asiento en el Congreso norteamericano. ¿Recuerdan a Dick Cheny?

¿Cuáles serían las ciudades colombianas y venezolanas objeto de matanzas para capitular?

La industria de la guerra nunca ha mostrado sus verdaderas fauces, industria que supone un negocio, máxime que las armas se encuentran en los mercados privados para ser vendidas como cualquier mercancía. Privatizada la violencia los objetivos se vuelven difusos y hay mil maneras de justificarlos.

La disputa armada entre Colombia y Venezuela, tiene aristas de ingenuidad global, que hasta Trump las ha imaginado, excepto el expresidente Uribe, el Presidente Duque y el Canciller Holmes. Una guerra de esa naturaleza no dejaría vivas ni a “las muñecas de trapo” como en Siria. No sería un juego de sombras.

Y, si quedamos vivos, nos tocaría pagar el desastre, porque los muertos no serán contribuyentes de la Dian, pero nos dejarían la deuda, para lo cual Carrasquilla ya debe tener la fórmula que supere los gastos de la hecatombe, no ya calculando la venta de agua consumida en las cantimploras sino de la sangre derramada en los campos de batalla.

Mientras tanto, como en septiembre de 1709, la historia recuerda la guerra que enfrentó a Gran Bretaña y Francia, en cuyas trincheras la picaresca francesa se burló del duque de Marlborough con una canción que todavía sirve para que los niños aprendan a dormir y a morir.

Salan Aleikum