El farsante



SILVIO E. AVENDAÑO C.

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Me puse el bluejeans viejo, la camisa descolorida, los tenis chinos y, salí a la calle. Caminé hasta la avenida e hice parar el colectivo. Pagué el pasaje y miré el interior del vehículo y me enteré que no tenía competencia porque no se encontraba ningún vendedor de dulces o shakiras. Tampoco la estudiante de humanidades, que abandonó el empleo y ofrece chocolatinas. Trabajaba, más de ocho horas al día y, escasamente le pagaban el salario mínimo, sin prestaciones… No tropecé con el músico y su guitarra, quien cada mañana, a lo largo del trayecto, hacia el centro de la ciudad, ofrece una o dos melodías a cambio de unas cuantas monedas, por las canciones que levantan el ánimo, que alegran la vía. Tuve fortuna dado que no se encontraba el ciego que muestra unos exámenes de laboratorios y una formula costosa, para una operación que le permita recuperar la vista, cuestión que lo dejaría sin oficio. Además, el vehículo no estaba atestados de viajantes, nadie iba de pie. Tampoco el compatriota que lleva el niño colgado del pecho como argumento ad misericordían, lamentándose: “No tengo para el tarro de leche”, mientras la mujer espera compasión, ofreciendo caramelos por unas monedas deslucidas. No se subió el vendedor de “arepas de choclo, con cuajada y queso, bien calientes”. Desde hace un tiempo para acá no me encuentro los Hare Krisnas, con la cabeza rapada, vendiendo varitas de incienso, hechas con estiércol de vaca y, libros de la reencarnación vegetariana.

El vehículo avanzaba. Paraba, recogía pasajeros. En el semáforo esperaba el cambio de color. Un hombre roció el panorámico del autobús con agua y jabón. Los saltimbanquis en los semáforos hacían malabarismo. Otros muchachos lanzaban fuego por la boca. Los esqueletos movían la cadera y los huesos al son de la música de moda.

Con los billetes de cien, veinte, diez y cinco bolívares me dispuse a ser inmigrante venezolano. Inicié mi discurso: “Señoras y señores, ese careconcha del Maduro, ha hecho la vida imposible. Tuve que venirme de Maracay. Allá trabajaba como ayudante de bacteriología. Tenía que levantarme y, estar en el laboratorio a la seis para abrir al público y repartir las fichas. Trabajaba sacando la sangre, pero no crean que soy vampiro. Vengo a solicitar su ayuda porque, a decir verdad, estos billetes que ustedes ven no tienen mayor valor, pues lo que me pagaban en un día no me alcanza para comerme un pollo, mientras que aquí con lo que ustedes me quieran colaborar es posible que en la noche pueda merendar un gallo asado…” y mi discurso iba bien hasta que un hombre vestido de overol se subió al vehículo, en un paradero improvisado y, dijo:

– No jodas, que tú eres del barrio.