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VÍCTOR PAZ OTERO
Iluminado santo de la cólera y de las maravillosas y estremecedoras blasfemias que purifican el espíritu y lo confunden frente a un abismo extasiado de belleza.
Nació para no soportar la vida, ni ninguna herencia, ni pasado. La soledad y la rabia fueron los únicos textos sagrados que antecedieron a sus nuevas tablas de la ley y escribió sobre los muros de la infamia que era necesario borrar del espíritu toda esperanza humana, y la borró.
Creció desordenado y delirante, como una tempestad y como una catástrofe. Abrió su corazón a todos los vinos para que lo embriagaran y lo aniquilaran.
Como una especie de Cristo disoluto y adolescente, fue al templo de los académicos Parisinos y los insultó y vomitó sobre ellos el esplendor de la palabra concebida en certidumbre. Y les enseñó el evangelio de la nueva y verdadera poesía,
Conoció a Verlaine por intermediación del vino y la poesía, de la taberna, el delirio y el escándalo. Se amaron con plenitud y violencia, con frenesí de satánicos. Escandalizaron a los falsos inocentes y con sus actos les arrancaron las máscaras de vergüenza que cubrían la impostura de sus vidas cotidianas.
Parecía aborrecer la patria y la familia. Y aunque tuvo una época efímera de colegial ejemplar y hasta piadoso, su corazón se preparaba para los grandes rituales de la blasfemia y de la ira. “cochino santurron” llegaron a decirle sus compañeros de infancia. Pero él los despreciaba y le parecía que ellos, al igual que casi todos los mortales estaban impregnados de la risa abominable del cretino.
Se supo vidente desde siempre, porque desde siempre supo que él era el otro.
Si la desgracia fue su Dios, la injuria fue una de sus deidades favoritas. La practicó con vehemencia y sin tregua, parecía adherida con fuerza brutal a todas las fibras de su ser. Monstruo de soledad divina, parecía no comulgar con ningún sentimiento afín a los mortales. Como Nietzsche, tenía muy claro dentro de su alma que toda comunión hace y vuelve común a los humanos. Para él, la soledad tenía la forma exquisita y desafiante de su propia y desaforada libertad. Y, por supuesto, estaba más allá del bien y del mal. La inocencia de su espíritu era demasiado delicada para que él la empapara con el lenguaje podrido de la moral en boga.
Alguien escribió, maravillosamente, que Rimbaud vivió siempre en estado de legítima ofensa. Su venganza lo llevaba a los orgasmos del vértigo. Clamaba al Dios de su desierto para que su alma fuese alimentada por la serpiente del asombro y de la sabiduría. Su venganza era la rebelión, rebelión de infinita y demoledora arquitectura metafísica. Cambiar la vida era lo que se proponía. Acabar y aniquilar los falsos idólos,lo artificial, lo falso y lo mezquino. Todo aquello que se ha superpuesto, congelado y engangrenado en la naturaleza verdadera de la vida humana. Emprende una batalla de duros y flageladores latigazos contra la condición del hombre encadenado a la moral que prevalece en la historia. Todo le es insoportable, la vida y el vivir muchas veces se le antojan un sucio horror y declara con solemne y profunda convicción que hay una imposibilidad real de poder estar y ser feliz en este mundo…Pero le gustaba andar por el mundo., trastear a todas partes su desorden y su loca anarquía. Caminó por Europa, a veces como vagamundo y como crápula. Gustó y saboreó el deleite de los idiomas. Soñó en inglés, blasfemó en alemán, injurió en italiano y seguramente no meditó en castellano. Para escribir se valió solo del francés.
Un día arrojó la poesía, su poesía que era vomito de piedras preciosas, la arrojo en las alcantarillas de Paris y luego se fue de aventuras. Se dedicó a traficar con armas y café, a comerciar con reyezuelos corruptos del África ardiente y casi desconocida. Quien sabe cuántos infinitos crímenes, cuantos delitos intraducibles, cuantos desordenes aborrecibles cometió en esos años sin testimonio.
La gangrena le mutiló una de sus piernas. Una de esas alas de gigantes que nunca le impidieron caminar. Todo el dolor del mundo vino a visitarlo en esa postrera y trágica. Se confiesa pero, no se arrepiente de nada. Consume morfina para amortiguar las heridas del miserable dolor. Y por fin se muere. Su madre se encargó de un oficio fúnebre de primera clase. ¿Se lo merecería?
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