PALOMA MUÑOZ
Docente de Unicauca
A raíz de las continuas invitaciones a participar como jurado de concursos de música campesina y a intervenir en las emisoras locales del Cauca, aproximadamente en el año 1995 conocí a una agrupación de cuerdas y percusión denominada El Son del Tuno. Sus integrantes tocaban un ritmo desconocido para mí y al preguntarles me dijeron que era bambuco patiano. Después, en un recital en Popayán, conocí a un grupo de mujeres negras y de la tercera edad que se hacían llamar Las Cantaoras del Patía, “porque cantamos y oramos a la vez”, me comentaron.
Luego, por cuestiones asociadas a mi trabajo en la Gobernación del Cauca, viajamos con unos funcionarios a Mercaderes. El propósito era realizar unos talleres educativos con los maestros de la región, en el colegio Juan XXIII, situado en la localidad. La ruta era por la vía Panamericana hacia el sur del departamento y nos detuvimos en el poblado del Patía para tomar kumis (producto lácteo fermentado y de gran reconocimiento en la región). De pronto, al estar allí, oí a lo lejos un violín. No me aguanté y me adentré por las polvorientas calles de la población, siguiendo el sonido. Y entonces ahí, en el parquecito central, cubiertos por unas gigantescas ceibas (árboles testigos de su proceso histórico de libertad), estaban dos hombres negros y una mujer: uno tocaba un violín (Gentil Rodríguez) y el otro una guitarra (Lorenzo Solarte, hoy violinista). Los acompañaba una señora de avanzada edad, quien tocaba la tambora (doña Vitelina). “¿Un violín sonando con estas músicas tan extrañas?”, me pregunté…
Mis compañeros de viaje continuaron sin mí, porque no me hallaron. Tuve que tomar un transporte intermunicipal para llegar al lugar de la capacitación. Pero en el trayecto por esa vía tan calurosa, observaba como a lado y lado de la carretera había puestitos de venta de papayas, mangos y sandías; se veía ganado (luego conocería las grandes historias de abigeato) y miraba las altas siluetas negras que pasaban raudamente ante mis ojos, a través de la ventana. Todo eso anunciaba que transitaba por el valle del Patía.
Llena de asombro, en mi cabeza rondaba esa música que había escuchado y mi cuerpo se movía tratando de interpretar esos ritmos patianos. Y, para completar mi sorpresa, al otro día, al finalizar los talleres con los maestros, se presentó un grupo musical de afrodescendientes con violines, guitarras, tiple y tambora (Gentil Gutiérrez y su hermano eran los violinistas), que procedía de la vereda de Cajamarca. ¿Pero qué era esto? ¿Violines al igual que en el poblado del Patía? ¿Cómo había llegado ese instrumento tan europeo a este valle interior? ¿Violines, guitarras y tiple en estas comunidades negras? Mi asombro era porque, en la historia musical de Occidente, dentro de esa clasificación jerárquica civilizatoria de la música, se concebía que el sujeto que llegaba a las cuerdas, en su nivel de aprendizaje, era un ser más elevado cognitiva y socialmente y, lo opuesto, había sido la estigmatización de “negro igual a tambor”. Por esas clasificaciones erróneas de Occidente, se ha concebido que la percusión es lo más “primitivo” y, por lo tanto, nos han hecho creer que lo negro es igual a “incivilizado” o salvaje.
Sentí entonces la necesidad de buscar documentación sobre el Patía y mirar si alguien había hecho algún trabajo investigativo musical de esta región. En los centros de consulta académica más a la mano, como las bibliotecas de las universidades del Cauca y del Valle, el Archivo Histórico del Cauca y el Instituto Popular de Cultura (en ese entonces no existía internet ni redes para consultar en línea), no encontré nada. ¡Sobre las músicas de este valle aún no se había investigado! Hablé también con mis amigos músicos investigadores y tampoco conocían sobre el tema, lo que me animó para realizar dicho trabajo.
Como si estuviera en-cantada, en trance, embrujada (luego comprendería el concepto epistémico del empautamiento o pacto con el diablo), me dispuse a investigar sobre estas músicas que han construido territorios sonoros y de silencios. Y me encontré con un mundo maravilloso en donde predominan socialmente creencias en lo sobrenatural; en donde han surgido relatos en-cantados, musicales y de cimarronaje que la historia oficial, en su imperio semántico, ha negado y ha acallado.