MARCO ANTONIO VALENCIA CALLE
Estábamos en el Patía, en las fiestas de Nuestra Señora de Agosto, cuando llegó el negro Sinforoso y comenzó a gastarle carne frita y aguardiente a todo el mundo. Eso se metía la mano al dril y sacaba manotadas de plata. Pasó de fonda en fonda gastando y comprando ganado y caballos al que quisiera venderle por el precio que fuera. A cada rato cogía un litro de aguardiente y se lo bebía como leche. Esa tarde, además, se benefició como de trece hembras, casi que delante de todo el mundo.
Mujer que le gustaba, así fuera casada o mocitica, la hipnotizaba con su cántico: “¡Jardinerita, jardinerita, venite a mi carriel!”. Y la hembra se venía desesperada a besarlo. Para todas tenía y a todas complacía.
Ese día salió el cuento de que Sinforoso había ido hasta el cerro de Manzanillo un Jueves Santo, porque los Jueves y Viernes Santos se abren las puertas del infierno para los que quieren empautarse. Se dice que subió a la montaña como con once amigos, pero cuando vieron la cosa seria, todos salieron corriendo, menos él. Los que regresaron cuentan que apenas se abre la cueva, las personas se sienten mareadas por el olor a azufre, comienzan a ver visiones y aguantar es asunto de guapos.
Relatan que, una vez cerrado el socavón, se debe buscar a tientas el libro para el rito; que tienen hasta las doce del otro día para encontrarlo y, cuando lo hallan, el diablo pregunta qué quieren a cambio de su alma. Dicen que Sinforoso pidió plata, hembras, tierras, caballos y ganado.
—¡El hijueputa diablo me engañó! —contó el negro en las fiestas de Olaya—. Le pedí cien años y cuando ya quedamos empautados, me explicó que un día para él es un año, que cien años son cien días.
Pero, además, Sinforoso se sentía engañado porque no podía estrenar: todo lo que vestía tenía que ser de segunda mano. Tampoco podía preñar, ni le funcionaba el miembro viril con mujeres vírgenes.
Entonces el día que el diablo vino a llevárselo, no pudo porque el negro se había puesto una camándula y, a cambio de quitársela, le negoció tres meses más para gozar de sus poderes.
Cumplido el tiempo, Satanás volvió. Sinforoso le dijo que lo acompañara a darle la última vuelta al pueblo para despedirse de su gente, mientras se tomaba el último frasco de aguardiente. Pero justo cuando pasaban por la iglesia, se tiró del caballo y entró gritando:
—¡Confesión, mi padre, que me lleva el diablo!
El sacerdote corrió a auxiliarlo con agua bendita. Después de confesarlo, le puso como penitencia repartir sus bienes y comer yerba, con un freno en la boca, todos los Viernes Santos, hasta que muriera.
Años más tarde, el demonio entró a la casa de Sinforoso y, en el forcejeo por llevárselo, le arrancó los güevos, pero el negro no se dejó. Dicen que murió desangrado, aunque en gracia de Dios. ¡Ese negro era muy berraco!