Por Lizbeth León
Como la mayoría de espectadores, la vi por primera vez en las noticias, todo el país estaba conmocionado con el hallazgo de una mujer aterradoramente violentada, aún viva, consiente y lúcida al borde de la hipotermia en el parque más concurrido de la ciudad.
El mismo parque que tantas veces recorrí de arriba abajo, que se llena de hippies, deportistas, niños y familias cada domingo, el mismo donde me encantaba ir a leer bajo los árboles después de clases, el parque de los conciertos, de las lunadas…
Allí en ese lugar tan mío llevaron a la vendedora de dulces, la violaron, la torturaron atroz-mente, descargaron contra ella toda la fuerza inconcebible de algo tal vez más profundo que la ira, la rabia o el dolor humano, algo, tal vez innombrable e indescriptible, pero profundamente horripilante que me dejó el alma temblando, perpleja y cubierta de hielo.
Mi corazón dio un vuelco con la noticia que se repitió durante todo el día varios días, nadie dejó de hablar de ello: reconstrucciones periodísticas de la escena, debates sobre el estado mental del asesino, funcionarios públicos culpando a la víctima, conversaciones de barrio, marchas multitudinarias, velatones, pancartas, voces, gritos, llantos de mujeres que en un solo cuerpo fuimos una e imploramos justicia y repudiamos tanta violencia cotidiana contra nosotras, tanto miedo que nos da andar por las calles con este cuerpo de mujer que en cualquier momento puede ser agredido y a la sociedad pareciera no importarle mucho.
La ciudad tembló con la voz de cientos de mujeres y algunos hombres, agolpados en el parque gritando que no nos gusta que nos violen, que no nos gusta que nos golpeen, que no nos gusta que nos acosen, que ya basta! La ciudad tembló, en Parque Nacional todos los árboles temblaron, la vida de muchas mujeres, como la mía tembló al recordar a mi vecina cuando yo era niña, la cual siempre estaba amoratada pero nunca me atreví a preguntar por qué, al recordar a mi amiga de la escuela violada por su propio padre durante toda su infancia, a mi amiga de la U manoseada por el inquilino, por el vecino, por el tío, a mis amigas que han drogado y violado solo porque sí, porque ¿quién las manda a andar en fiestas tomando licor?.
Al recordar a todas las mujeres que me han buscado con su rostro marcado, con los ojos hinchados, con el llanto anudado al pecho sin saber a dónde ir o qué hacer, al recordar todas las veces que me tocaron los genitales por la calle y salieron corriendo burlándose de mí a carcajadas mientras yo lloraba de rabia sintiéndome tan humillada, las veces que en cualquier lugar de la ciudad un fulano se masturba delante de mí y tengo que fingir que no lo veo, levantarme rápido y huir sin poder gritarle el asco que me da, el dolor que me causa tan profundo, tan agudo, tan mortal.
La vendedora de dulces, Rosa, la madre sola, la mujer que trabajaba todo el día a sol y a lluvia frente al hospital militar, que hubiera terminado su bachillerato en el año en que la mataron, me hizo temblar, tembló el país, nació una ley, el asesino está en la cárcel, pero aún está todo por hacer
Matar en nombre del amor
Rosa, yo sé de ti y de tus sueños, sé que hay un anhelo profundo en el corazón de las madres por ofrendar a sus hijos un mundo hermoso, un mundo en el que la vida sea un acto cotidiano de alegría.
Lo sé porque soy madre, las madres tendemos a hacer esas cosas, dicen que es el instinto, dicen que son formas aprendidas culturalmente de lo que debe ser o hacer una madre, dicen tantas cosas, pero yo, lo que siento es un profundo acto de amor que emana de lo sagrado y posiblemente tú sentías algo parecido por tu hija.
Querías ser ejemplo para la niña de doce años que te regaló la vida, querías darle lo mejor y eso implicaba ser una gran mujer, dejar de ser la vendedora ambulante y llegar a ser una profesional exitosa y trabajadora, eso fue lo que nos enseñaron de lo que significa salir adelante.
Te imagino gestándola, llevándola dentro de ti con una mezcla de amor y miedo, quien sabe cuántas cosas sentiste y viviste mientras la llevaste adentro tuyo sintiéndola crecer, sintiéndola moverse, saber que un día te miraría a los ojos y tú no podrías contener la luz de tu mirada escapándose por tus pupilas hacia ella bañándola de ternura, de dulzura, de esas cosas que sentimos las madres y que nos llenan el corazón de una fuerza inexplicable.
No sé cuánta soledad habrás sentido, quien te habrá acompañado en el parto, en los días primeros de la vida en la que el miedo está latente y uno se siente así chiquito como el bebé que está intentando criar. Pero finalmente lo hiciste sola y decidiste darle el ejemplo de la mujer fuerte y valiente que fuiste y te levantabas día a día a trabajar duro, a sol, a lluvia, a viento, a smog, a indiferencia de ciudad, a asecho de ladrones, a dureza de vida y sin embargo, vender dulces en la calle, tal vez, viene siendo mejor que asear casas de ricos o atender restaurantes, imagino que para ti fue la mejor opción y además te dabas tu tiempo para estudiar, aunque fuera de noche.
Cuántos esfuerzos, cuántos sueños hilados en largas madrugadas en las que viste a tu hija con alas enormes lista para volar el mundo. Me pregunto cómo habrán sido tus amores, tus conquistas sutiles, tus deseos profundos de amar, de cuidar, de compartir.
Dicen que lo rechazaste, dicen que hubo algo pero terminó pronto y le aclaraste que valorabas su amistad, y sin embargo él no lo entendió, muchos hombres no lo entienden, tal vez la intuición te avisó, sí, esa que al igual que el instinto está tan subvalorada en esta sociedad racional, tal vez intuiste que no era digno de emprender una aventura con tintes de amor y él no lo entendió, no podía entenderlo, se acercó a ti como una sombra, algo obscuro se cocinaba en el destino, pensaste que solo era un cerveza, que te acompañaría a casa, confiaste.
Las mujeres confiamos, nos han enseñado a ser buenas, compresivas, tal vez, demasiado buenas, nos han enseñado a desconfiar de nuestro instinto a no reconocer las señales de alarma de nuestra alma, y aceptaste que te acompañara, aceptaste caminar sola con él en la noche cual caperucita recogiendo flores para un lobo disfrazado de abuela.
Te escribo hoy en esta tarde lejana desde que te fuiste y no pudiste despedirte de tu hija, te escribo porque me encuentro en tu historia de madre, de mujer fuerte, valiente, soñadora y hubiera querido compartir contigo algún café, alguna con-versación sobre amores y desamores, sobre la vida y sus laberintos, pero estoy aquí escribiéndote por que las mujeres y los hombres que me lean sabrán que debemos unirnos y luchar para defendernos y cuidarnos de los monstruos que asesinan mujeres en nombre del amor.
Feminicidio de Rosa Elvira
Rosa Elvira Cely era madre soltera y vendía dulces frente a la entrada del Hospital Militar de Bogotá. A sus 35 años validaba su bachillerato y aspiraba ser psicóloga. Escalofriante, así fue el crimen de Rosa Elvira Cely, una mujer de 35 años cuya escena de agonía parece extraída de un episodio del Medioevo. Pero todo ocurrió en el Parque Nacional, en pleno corazón de Bogotá y el perpetrador fue un amigo del colegio de la víctima.
Los bomberos y la Policía encontraron allí a Cely, malherida, luego de que ella misma hizo angustiosas llamadas de auxilio desde su celular. Fue el jueves 24 de mayo de 2012. Tras cerca de una hora de búsqueda las autoridades la encontraron. Fue una imagen estremecedora.
Estaba tendida sobre un charco de sangre, con las extremidades inferiores desnudas y laceraciones en los brazos y en torno al cuello que sugerían un intento de estrangulamiento. En la cabeza tenía un golpe fuerte. Pero además padecía graves heridas en las zonas íntimas, donde sangraba. Luego de llevarla al hospital, Rosa Elvira sufrió un paro cardiaco, perdió la conciencia, fue intervenida quirúrgicamente, pero al final, falleció el lunes 28 de mayo.