RODRIGO SOLARTE
Para el mundo cristiano, la historia es un antes y después de Cristo. La Resurrección simboliza para los laicos, la permanente esperanza por una vida mejor en la Casa común o planeta que habitamos.
Nacer y morir es el principio y fin de las y los terrícolas, o mujer y hombre, creados en el paraíso terrenal bíblico que marcó a la mujer como fuente de las tentaciones cercanas al pecado, y después de tantos siglos, marginada por su feminidad y sometida por el patriarcado.
Haciendo parte del cosmos, planeta y habitantes de todas las especies, continuamos evolucionando física, mental y espiritualmente, según constatan las ciencias creadas por los mismos seres humanos para descubrir los secretos de su origen y tantos fenómenos del planeta y el cosmos, como de las especies continuadoras de las vidas que cumplen el ciclo vital, prematuramente, o por deterioro cronológico de las funciones vitales.
La apropiación progresiva del planeta tierra con su biodiversidad externa y subterránea, señala períodos más o menos conflictivos, siendo frecuentes, guerras, acuerdos y armisticios en continentes, trasladados últimamente incluso al espacio sideral.
La lucha por la vida material en occidente ha sido objeto de las filosofías, y la espiritual en lo religioso, de las teologías, ambas concebidas como creación humana conviviendo en diferentes contextos geográficos y épocas.
La llamada civilización occidental, fue influida desde oriente por el Catolicismo y cristianismo, y la oriental por el Islamismo y Budismo. Ambas con múltiples subdivisiones gestadas por grupos o interpretaciones diferentes de la Biblia, apropiada como la verdadera por cada religión monoteísta. Ambas, en el mismo planeta, conviven con sus diferencias.
La muerte más que la vida, tanto del planeta como de la humanidad, ha marcado estos últimos siglos, tiempo de disputa entre varios imperios, que siempre han soñado con la globalización del poder, sometiendo territorios y conciencias a favor de sus intereses, sin importar la vida de los sometidos o resignados para poder sobrevivir.
Esta atrevida reflexión en período electoral especial 2022, y regreso presencial de las procesiones de la Semana mayor católica después de dos años en Pandemia Covid-19, plantea un estado híbrido de conciencias, impactadas por los efectos de la Pandemia y empeoramiento de las consecuencias preexistentes en lo económico, emocional, cultural, social, ambiental y político.
Conciencias y voluntades, conscientes de la situación y esfuerzos diversos, incluyendo los propósitos, no siempre solidarios o de apoyo a los que más lo requieren, aspiran como tantas generaciones previas, a potenciar recursos espirituales y materiales, retomando valores y principios de vida, sin infundir miedos ni pesimismo al presente y futuro que depende de nosotros mismos, reacios a calvarios y cruces que por muchos años se han llevado resignadamente.
Quienes trabajamos con sanos y enfermos, más en lo físico que mentalmente, aprendimos a prolongar en lo posible, la vida individual, más que la familiar y colectiva, objetivo de otras disciplinas.
Un Pacto por la vida individual, familiar y colectiva, implica un mejor trato en lo físico, mental y espiritual dando prioridad a la niñez y juventud con sus familiares de todas las culturas y estratos socioeconómicos.
Cuando persiste la realidad sindémica (acumulación de crisis), pandemias, e incluso la guerra nuclear, que equivaldría al holocausto final sin resurrección de la especie humana, tal MALTRATO ESTRUCTURAL exige cambios a todos los niveles de la organización social y estatal, centrados en LA VIDA, LA PAZ, JUSTICIA, DERECHOS Y DEBERES.
Magno compromiso se requiere con verdadero amor a la vida y la paz integral, o sea, del planeta y humanidad, para justificar nuestro paso como civilización solidaria y participante ejemplar. Paz espiritual deseamos reflexivamente en esta Semana Santa.