VIOLENCIA TERRITORIAL ANCESTRAL

Columna de opinión

Por: AMADEO GONZALEZ TRIVIÑO 

L

atinoamérica es una tierra que tiene una vieja tradición de explotación, de violencia y sobre todo, de asesinatos contra la población indígena, raizal, afrodescendiente, negra y de las comunidades en general, como una práctica que se multiplica con cierta complacencia de los diferentes modelos de Estado o de Gobierno, hasta el punto de que la muerte de lideres que buscan la defensa de sus comunidades, crece paulatinamente, sin importar el trasfondo que regenta cada una de sus naciones. 

En medio de todo este panorama de desolación, de desplazamiento y de sojuzgamiento contra las comunidades, se encuentra el gran negocio de los terratenientes, de la economía de la capital, de la tala de bosques, el narcotráfico y en ciertos países como Colombia, el creciente fortalecimiento de lo que en su oportunidad fue una de las puertas abiertas del contubernio entre las fuerzas armadas regulares y los grupos de derecha y ultraderecha conocidos como paramilitares, que en desarrollo armónico de una seguridad democrática y de una lucha frontal contra quienes reclaman sus mínimos derechos a la subsistencia, fueron exterminando a cientos y cientos de habitantes, y como era de esperarse, bajo la protección de la administración de justicia o las políticas internas de negociación con quienes operaban al margen de la ley. 

En el surcolombiano, al igual que en otras regiones de Colombia, encontramos replicas odiosas de esa guerra intestina, donde el cartel de la subversión estatal, a decir de unas expresiones del actual presidente, hicieron parte de una estrategia en un proceso doloroso que no puede perpetuarse, que debe reconocerse y que debe conducir al restablecimiento de sus derechos, esa situación lo llevó a pedir perdón y dijo a las víctimas de dichas masacres, palabras que deben replicarse y no olvidarse cuando advirtió: 

“En nombre del Estado les pido a las víctimas perdón. El Estado colombiano reconoce que los muertos no eran enemigos de nadie, era gente humilde y trabajadora, que los mataron porque sí, por designio del poder, y que en sus muertes, estuvo el Estado presente, fue cómplice del asesinato. El Estado a través de funcionarios públicos pagados con los impuestos de toda la sociedad colombiana ordenó matar y quiso ocultar los autores dentro y fuera del Estado de ese asesinato”. 

Y querer afirmar que los mataron porque sí, es corto y nos queda una deuda. Los mataron porque reclamaron sus derechos, porque pretendieron en su momento, acreditar y demostrar que como seres humanos, necesitaban de ser escuchados, de ser atendidos, de ser vigilados y que se les garantizaran sus mínimos derechos, más allá de una Constitución Política de papel, que en simple letra y sin sentido, se dice que la vida prima sobre todo, que se tiene el derecho a la salud, a la educación, a la igualdad y al reconocimiento del otro, pero que como derechos no tienen la trascendencia y la eficacia de su efectividad, pues no existen los mecanismos de hacerlos valer o que sean garantes de su aplicación. 

Los terratenientes y los acumuladores de riqueza en el proceso de explotación, que pululan en todo este territorio y se van multiplicando más allá de nuestra propia realidad, son quienes han procurado, defendido y han terminado por ser los generadores de este tipo de situaciones, es por lo tanto que surgen las exigencias de construir entre todos una sociedad más justa, una sociedad donde todos tengamos la posibilidad o la oportunidad de disfrutar de los bienes o de las garantías que se demandan en el trabajo, en la salud y en la educación. 

El Estado Colombiano tiene una deuda con el pueblo y no podemos pasar por alto, la urgencia y la necesidad de que se realice ese juicio histórico contra la clase política, más allá de toda censura o de esas palabras de perdón y olvido, que en nada contribuyen realmente con el restablecimiento de los derechos colectivos, y que empecemos a valorar a nuestro pueblo indígena, raizal, afrodescendiente, a los negros y a las comunidades como verdaderos guardianes de una tradición y de una cultura que ha sido manipulada y desconocida por quienes ejerciendo el poder, han hecho del delito y del crimen, una forma simple y sencilla de exterminar y de acabar con el otro y con los otros. 

Que cesen las masacres y la muerte de líderes sociales, indígenas o defensores de nuestras comunidades, no podemos perpetuar el imperio y el poder de la esclavitud y de la prepotencia de la economía sobre la humildad y la sencillez de nuestras gentes.

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