Una historia de Navidad

Columna de opinión

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Por: Gustavo Adolfo Constaín Ruales – 

esús, siendo niño, jugaba con caballos, mulas, ovejas, carretas de madera diminutas, armaba casitas con piedra y barro, y hacía pequeños pueblos, atravesados por un río de agua, donde colocaba su hermoso barquito de palma. Las figuritas de madera las hacía su padre José, que era carpintero.

Jesús, en las noches, al dormir, tenía miedo de los rayos que caían al llover; María, su madre, al ver el cariño que tenía su hijo por las ovejas, cogió una bolsa, la llenó de lana, le pintó una cara de oveja y esperó el momento preciso para regalársela.

Un día su padre lo envió por algo al centro de la villa, y allí Jesús divisó un soldado romano: admiró la gallardía del hombre y su hermoso uniforme. También, de alguna forma, él era un soldado de una gran causa, y algún día diría: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada”, se permitía esas visiones futuristas porque era Dios, pero al momento lo olvidaba, le parecía que no era justo.

Le contó a su padre acerca del soldado romano, y José, como buen padre, no le quiso explicar en ese momento acerca de los problemas políticos de su pueblo con Roma. Era muy pequeño, y además veía la admiración creciente de su hijo por el Centurión romano. Cierta tarde, cuando ya eran amigos, el romano le contó su sueño de terminar el servicio militar y volver a la patria junto a su esposa y a sus dos hijos, de sembrar un viñedo en la tierra que le darían y producir aceite de oliva. Le mostró su familia hecha con figuritas de madera, muy común en los pueblos politeístas en esa época. También le enseñó  figuras semejantes para sus dioses, tales como Marte, el dios de la guerra y varios más. Le dijo al niño: “estos son los verdaderos dioses”; Jesús sólo sonrió con ternura.

Una tarde, mucho tiempo después, en la Colina de la Calavera, con un cielo  oscuro que pronosticaba tormenta,  un hombre muere a las 3 de la tarde: había sido brutalmente golpeado y luego crucificado. El Centurión a cargo de la guardia le entierra su lanza en el costado para certificar su muerte; brota sangre y agua que le cae en el rostro: los testigos afirman que dijo “en verdad este hombre es el hijo de Dios”; luego el cielo colapsa y la tierra tiembla.

Asustado, el Centurión da la orden de retirada a la guardia romana, recoge con premura las ropas del martirizado y entre ellas encuentra un soldadito romano de madera ya envejecido por el tiempo; cae en cuenta de que aquel hombre era el pequeño niño con el cuál había compartido historias, risas y silencios. Sintió profunda vergüenza de sí mismo y lloró profusamente, ayudó a bajar el cuerpo del amigo, a lavarlo e intercedió para que se lo entregaran a José de Arimatea.

Esa noche que no pudo dormir, Longinos despertó con un dolor intenso en su espalda y una tristeza que no se podía apagar. Al salir de la guarnición romana para volver al trabajo,  vio una luz intensa en el cielo como un sol que gritaba su nombre; de la luz descendió un niño: era Jesús, su amigo perdido de hace mucho tiempo. Lo abrazó con cariño mientras le pedía perdón llorando. Jesús le dijo: “no te avergüences, sólo cumplías con tu trabajo, además, no escuchaste cuando le dije a mi padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”

En la fiesta de fin de año, del tiempo cuando Jesús “el Hijo del Hombre” conoció a Longinos, tuvo dos regalos: un soldadito de madera pintado y una ovejita de felpa. Su padre se había esmerado mucho en hacer una copia idéntica a un legionario romano. Talló el casco con la cresta, la armadura, la túnica, la lanza, la espada y la capa. Lo pintó con tintes naturales y  rojo escarlata para la capa.

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