102 años se cumplieron del natalicio del artista payanés que descubrió en el hierro un instrumento mágico de representación.
Por: Mario Pachajo Burbano
Escrito el 15 de septiembre de 1999.
- Negret fue considerado por muchos el representante de la moderna escultura colombiana. En Popayán, hay un museo que lleva su nombre y alberga sus obras.
- El caucano conoció en la naturaleza, en lo simple y en lo complejo, una fuente de inspiración que lo llevó a trascender fronteras.
- El 11 de octubre se cumplieron 102 años de su nacimiento. El Nuevo Liberal se une a los homenajes en su memoria y resalta su obra sin precedentes.
n árbol rojo, un navegante inclinado que se siente remar, un espejo de agua que refleja un eclipse, una inmensa metamorfosis que permanece en Seúl desde las Olimpíadas del 88, una escalera que no conduce de abajo hacia arriba sino hacia dentro, un gigante dios del maíz que cuida la entrada de la OEA en Washington, una serpiente emplumada de color verde y violeta, una máscara que los aztecas o los incas harán en el futuro, la simetría sagrada de la mariposa, unos Andes de aluminio para el monumento a Bolívar que se construye en Valencia, Venezuela, una noche de jaguares que evoca al escritor brasileño João Guimarães Rosa, una cascada donde el tiempo ha sido congelado, un arcoiris negro… Sueño del metal, obras para viajar contemplando su infinito recomenzar, esculturas siempre en movimiento que nos obligan a girar a su alrededor, que se abren y arquean inventando nuestra mirada. Colores que se desprenden y levitan. Tótems, fetiches que nos invitan a un ritual desconocido, dioses para el hombre que vendrá… Esta fue la imagen que nos dejó la sucesión de conversaciones con uno de los grandes artistas de nuestro tiempo: Edgar Negret. Al asistir puntuales a sus citas recorríamos bajo un túnel de árboles el sendero hasta su puerta, seguros de que nos aguardaba en el umbral ese tierno Nosferatu, que elegante y bajo un sombrero negro nos invitaba con afecto a una taza de té con colaciones. Este fue nuestro encuentro.
Edgar Negret: «Dejo estas piedras que no estaban antes en el mundo», dijo el catalán Jorge de Oteiza; elemental y poética definición del trabajo humano. Pero no sólo de la estética vive el artista, sino de su relación con lo sagrado. El escultor rumano Brancusi tenía un templo subterráneo en la India con cuatro pájaros idénticos suspendidos, obra que me producía envidia. Yo dejo esculturas de dioses que aún no han sido soñados o de deidades que debemos revivir. Dejo tótems sin templos, espacio reinventado, talismanes para el hombre que ya ha dejado de creer…
Oteiza y el poeta León Felipe vivieron en Popayán. ¿Fue importante la presencia de estos creadores cuando empezaba a definirse su orientación artística? Negret: La academia es la tiranía de las reglas inútiles, de las formas que están muertas, y es durante esa época de repeticiones y ejercicios, durante mi obsesión por pintar el cuerpo humano, cuando aparece Oteiza dejándome su legado. Me mostró un horizonte, me habló de caminos que desconocía, y en el momento en que su fuerza habría podido convertirme en su epígono, por fortuna se marchó. El verdadero maestro es el que nos enseña a enseñarnos, el que inquieta y perturba… Y cuando su fuerza es avasallante es una suerte que desaparezca. Una vez dijo: «El arte es la forma más eficaz para apresar el misterio». Fue definitivo para mí… Mientras que el encuentro con León Felipe fue distinto. Estuvo en Popayán donde pronunció una conferencia y permaneció varios meses; acababa de traducir Canto a mí mismo y se creía la reencarnación de Walt Whitman. ¿Edgar Negret fue el primer artista colombiano que viajó a Nueva York y no a París en su búsqueda interior? Negret: Fue la primera vez que vi originales de los escultores que admiraba. Además, gracias al reglamento contra incendios que existe en Estados Unidos, no pude instalar mi taller de fundición en el viejo edificio donde trabajaba y decidí acudir al aluminio, que es un material contemporáneo y cotidiano, porque todo el mundo lo tiene en la cocina. Este metal tan humanizado por su uso doméstico es uno de los símbolos de nuestra civilización, utilizado en la construcción de las naves espaciales y en esa nueva brujería que son los adelantos científicos. Creo que por esta doble condición de elemento cotidiano y tecnológico decidí que fuera el insustituible vehículo de mi expresión. En Nueva York vi las propuestas más audaces de los artistas de la época y por primera vez un original de Calder. Un día entré en una importante galería a contemplar una de sus exposiciones y al salir me sentí como un recién nacido. Esos objetos móviles, suspendidos y girando como pájaros me dejaron deslumbrado. Sentí que caminaba dentro de un bosque, que Calder había cautivado el espíritu del vuelo, del viento, del movimiento de los árboles… Es muy extraño que en Nueva York hubiera conocido la selva, y no por un artista tropical, sino gracias a Calder.
¿A cuáles creadores conoció después personalmente en París? Negret: Yo llegué a esa descolorida ciudad preocupado porque se podía morir Brancusi antes de que pudiera conocerlo; por suerte Andrés Holguín era nuestro agregado cultural y comprendió mi inquietud. La cita fue fácil de conseguir y me encontré frente a ese tierno campesino rumano que se tomaba la barba mientras hablaba, que trabajaba sus esculturas con tanto rigor y tanta fuerza, imponiendo una actitud que me hacía pensar que si esa obra no existía podría desaparecer el planeta.
¿Después regresó a España y sucedió su descubrimiento de Gaudí?
Negret: En Madrid trabajé un año con Oteiza, conocí a Antonio Saura y a su hermano Carlos, e hicimos una importante exposición abstracta llamada Tendencias. El escándalo estaba de moda y las nuevas búsquedas artísticas generaban críticas, rechazos ruidosos, respaldos entusiastas e incluso alaridos. Al pasar por Barcelona descubrí a Gaudí y cancelé mi viaje de regreso. Se decía con ironía que este maravilloso artista construía casas y apartamentos donde nadie podía vivir, sillas donde era imposible sentarse, columnas que repetían infatigablemente formas. Contemplando su obra encontré soluciones para mis problemas artísticos. La repetición en Gaudí es movimiento, ritmo, y contiene una fuerza religiosa… No es extraño que su gran obra, aún inconclusa, sea La sagrada familia.
La arquitectura es música congelada dijo Schopenhauer…
Negret: En Gaudí eso es evidente. Música, canción convertida en piedra, en materia, en paredes. Con Gaudí comprendí el problema del movimiento que hay en lo estático y el concepto del rito. Mis obras que surgieron de esta revelación pudieron alcanzar un movimiento interior y por eso frente a mis calendarios pueden percibirse los giros de mi escultura, o frente a mis navegantes apreciar que esa inclinación es la del hombre sobre el navío, y si alguien accede a mi estética se sentirá la oscilación del mar. Siempre he insistido en la simetría por ser repetición, movimiento circular, infinito, y por su carácter sagrado. Yo tengo una mariposa en una caja de cristal construida con otras mariposas, es increíble, la simetría llevada al delirio.
Lo simétrico y lo circular como en el caso del yin yang o de la salamandra muchas veces han sido exploraciones de lo sagrado, ¿cuándo surge en su obra esa preocupación por integrar un concepto religioso?
Negret: Recuerdo como algo maravilloso las visitas con mi madre al Templo del Carmen en Popayán. El olor, los cantos, las repeticiones de las letanías, me trasladaban a otros mundos… Me extraviaba en el aroma del incienso, las oraciones, el orden preciso del ritual… Luego, cuando llegué a Francia y fui a Chartres, descubrí y relacioné el mundo medieval. Al llegar vi entre unos trigales fabulosos esa iglesia. A las tres de la mañana sonó un badajazo y me desperté aterrorizado. Para mí era incomprensible. El dios de mis padres era más humano, era un simple Corazón de Jesús. Allí comprendí al terrible Jehová que en el Antiguo Testamento, vociferando, decidía que una ciudad debía ser arrasada por el fuego. Luego nos metimos en esa boca de lobo y empezó esa sensación tremenda y demasiados recuerdos se me vinieron encima. Todo se me cruzaba. El libro de Maiakovsky que se refiere a una película que impresionó tanto a los espectadores que gritaban y lloraban porque el final del mundo estaba próximo. La imagen de Da Vinci haciendo un dibujo de Savonarola. Yo recordaba todo eso mientras en el amanecer había cantos profundos. Recordé los jardines donde los turcos encontraban la muerte. Todo se congregaba allí. Estaba ese dios terrible de un lado y del otro la inteligencia.
Para los creyentes la religión puede atenuar el dolor y ser una respuesta a la muerte, pero en algunas culturas el arte cumple un papel religioso y curativo. Usted refiere el caso de la pintura en las ceremonias de los indios navajo…
Negret: Cuando regresé a Estados Unidos gané una beca de la Unesco que me permitió estar en el centro de esa cultura. Nadie entendía que yo escogiera la opción de vivir entre una comunidad indígena. Pero también desconocían la alta sabiduría de los navajo, su manejo de la pintura para aliviar el dolor, su comunicación con los dioses a través de líneas trazadas en la arena, las maravillosas obras que plasmaban para que de inmediato fueran borradas por la danza. Durante nueve noches, bajo la luna, trazaban dibujos que eran destruidos de inmediato. Si la última línea no iba en la dirección indicada no se cumplía el milagro. Para ellos todo tenía un significado profundo y era la celebración de los dioses y de la vida en una sorprendente comunión con la naturaleza. Percibí entre ellos demasiadas señales que fueron definitivas en mi obra. Era extraordinario saber que en una desconocida parte del planeta la pintura podía mitigar las penas y curar al hombre de las enfermedades.
Entre 1955 y 1963, en Nueva York, trabajó los Aparatos mágicos y recurre definitivamente al aluminio. Se ha dicho que sus obras, parecidas a veces a turbinas o dispositivos de cohetes, son máquinas inútiles, ¿qué piensa de eso? Negret: Se necesita distancia para poder observar. En esa época, en Nueva York, me asombraba que un aparatico tan sencillo como el semáforo fuera tan poderoso como para detener a miles de personas de tan diversas culturas. Esta imagen ejemplifica que la máquina tiene un gran poder que sería torpe desconocer. Yo quería hacer una fusión entre las muñecas totémicas llamadas kachinas o entre algún elemento ritual y los aparatos tecnológicos que nos han traído información de otros planetas. Me queda muy difícil hablar de mi propia obra, sin embargo, Franklin Konisberg, refiriéndose a mis Aparatos mágicos, dijo: «Son instrumentos para conseguir magia y son magia ellos mismos». Ojalá tuviera razón.
Ha dicho que son más significativos los encuentros con otros artistas que los premios concedidos a su obra…
Negret: Expuse en una colectiva en Espoleto en 1962 mis Eclipses junto a obras de Soto y Otero. De ahí nació una gran amistad con los dos más importantes escultores venezolanos. Con Otero me pasó algo extraordinario. Habíamos intercambiado algunas obras y yo me quedé con una pieza suya maravillosa. Todo el mundo la quería pero yo me extasiaba observándola. Hasta que un día la contemplé por última vez y llamé a Gloria Zea para vendérsela con objeto de pagar la inscripción a una conferencia que me interesaba. Espero que ella todavía la conserve. Después con el mejicano Rufino Tamayo en mi época de Venecia sucedió algo similar. Eramos demasiado tímidos. Pero tan pronto nos dimos la mano nos volvimos íntimos amigos. Una amistad que duró toda la vida. El quiso realizar una exposición mía en México y cuando logramos prepararla falleció. No alcanzó a verla, pero quiero creer que fue un homenaje silencioso a su memoria.
Regresó a Colombia en 1963 y después participó en la importante Documenta de Kassell, Alemania, en 1968…
Negret: Fue maravilloso exponer junto a Chillida y Louise Nevelson, artistas de tanto reconocimiento. La obra que teníamos montada reflejaba el espíritu del lugar de cada uno. Allí reflexionamos sobre nuestro origen. Chillida contenía un profundo dramatismo español y en Nevelson resultaba inevitable la influencia sombría de Rusia. Por mi parte era notoria la presencia simbólica de lo andino, de lo selvático y de lo precolombino. Mirada que enriquecí posteriormente con mis travesías por México, Perú y por las ruinas de San Agustín en el sur de Colombia.
¿Cambió la exploración en las formas y el color en su obra después de estos viajes?
Negret: México, su ascetismo y sus formas voluptuosas y sensibles me maravillaron. Hice mis versiones del dios Quetzalcóatl —la serpiente emplumada—, de El libro de los libros, El Chilam Balam, que parece siempre estar pasando sus hojas, y elaboré esculturas sobre Teotihuacán. Es mi homenaje a estas dos vertientes precolombinas: el testimonio de la magia maya y la ciudad de los dioses en el Imperio azteca, dos caminos que se cruzan para explicar nuestras raíces.
¿Y en Perú siguió buscando sus orígenes…?
Negret: Encontré la historia de mis antepasados y comprobé mi ascendencia inca. Me apasionó esa cultura. Realicé una pieza llamada Homenaje a Atahualpa, que era el ser más convencido de su posición de emperador, de hijo del sol. Cuando llegaron los españoles trataron de asustarlo con los caballos que lanzaban sobre él, y aunque los resoplidos de las bestias movían los penachos violetas que portaba en la frente, Atahualpa no se inmutaba. Era el dueño de los cuatro mundos. Hasta los reyes de Europa protestaron de que un puñado de españoles lo hubieran matado. En mi pieza hecha en su honor busco algo muy rico en decoración, muestro cómo escondía en esa arrogancia cosas tan maravillosas como su sensibilidad y su sabiduría. También realicé Puentes colgantes, que son tan característicos de la cultura inca, y las gigantescas flores blancas Sanky, que sólo se dan en los precipicios andinos y que nadie puede tocarlas porque se deshacen como los vilanos.
Perú le ha dado demasiado a mi obra, a la profundidad que persigo. A los colores que comencé a utilizar a partir de esta experiencia… El violeta nadie lo podía usar en el mundo andino, era propio de los sacerdotes y los dioses y se hizo parte integral de mi obra… La última escultura en relación con los incas es un reconocimiento a José María Arguedas, a su libro Todas las sangres. Después, en un homenaje a Atahualpa, encontré esta cita: «¿Qué son estos arcoiris negros que se levantan», poderosa imagen que me ayudó a soñar mi obra El magnicidio. Hice también mis Espejos de agua, que hacen posible las nupcias entre el elemento líquido y el sol, y mi serie La cruz del sur, que evoca esas cuatro estrellas que adoraban los indígenas australes, que les daban una visión más compleja de las cosas.
A su admiración por escritores como Rulfo, Arguedas, Guimarães Rosa, se agrega la de Borges, a quien conoció personalmente…
Negret: Fue una tarde en Bogotá. Yo subía por la Universidad de los Andes y me encontré Tito de Zubiría. Me dijo que si no iba a escuchar al gran poeta. «¿A quién?», le pregunté. «A Borges», respondió. Entonces prometí llegar en media hora. Cuando arribé ya no había spacio. Me senté con Marta Traba en las escaleras y luego del recital ella me guió hacia él tomándome el brazo y le dijo: «Maestro, le presento a Edgar Negret, un escultor nuestro, profesor de la Universidad de los Andes». Borges en su maravillosa ceguera cruzó conmigo unas pocas palabras y me preguntó: «¿De dónde es usted?». «De Popayán», respondí. Años después apareció su cuento Ulrika y mi sorpresa fue mayúscula. Yo era su Javier Otárola, de Popayán, el profesor de la Universidad de los Andes. Nuestro mínimo encuentro le sirvió para dibujar al personaje de su historia. Todavía hoy, con trescientos años que creo tener encima, no sé cómo pudo Borges guardar en la memoria aquella tarde, cuyo resultado aún me llena de vanidad.
Retomando a Borges y con sus tres siglos encima, ¿se siente amenazado por la inmortalidad?
Negret: El destino de las obras es impredecible, es un tema que prefiero que resuelvan mis antepasados del futuro.
En esta casa de Santa Ana Oriental se instalará el nuevo Museo Negret. ¿Cuándo podremos contemplar las obras representativas de todas sus etapas en este mágico recinto?
Negret: Es una labor ardua. Debo conseguir algunas que hacen falta para mostrar una secuencia integral. Traer Navegantes, Arboles negros y rojos, etc… Aquí sólo tengo este pintado de blanco… Y no sé si lo sepan, pero estos árboles fueron mi mayor vínculo con el presidente Belisario Betancur, pues cuando los conoció quedó enamorado de ellos y a cuanto país viajaba llevaba una réplica para obsequiar a sus anfitriones. ¡Creo que juntos hicimos la mayor reforestación de que se tenga noticia!