En la extensa historia de la humanidad el árbol ha sido un símbolo relevante para nuestros congéneres, al cual se le han atribuido valores y principios humanos en mitos, leyendas, fábulas y cuentos de brujas.
Por: Andres José Vivas Segura
Hemos querido representar en los árboles nuestras virtudes, como una estrategia discursiva para grabar en la memoria ciertos significantes asociados al orden social y al orden natural.
Así, en muchas culturas el árbol ha sido asociado con conceptos y nociones de la vida, la madre, la sabiduría o la fuerza, entre otras, en una hermosa analogía que alude a la firmeza de sus raíces para lograr su propia estabilidad y disponibilidad de nutrientes, a la prodigalidad de sus retorcidas y sabias ramas, a la belleza de sus aromáticas inflorescencias y apetitosos frutos, y a ese extraño vínculo que liga su fisiología al aire, al agua, a la tierra, y al fuego.
Los científicos han escrito desde sus academias, extensos libros y tratados sobre la importancia de los árboles y los bosques como ecosistemas, así como en las artes los cantores han dedicado no pocos versos, prosas y tonadas a estos compañeros fotosintetizantes, autótrofos, que tienen el poder de convertir la energía radiante del Sol en materia viva, en biomasa, cuya belleza y esbelta presencia cautiva a la humanidad.
Sin embargo, lo que no es usual es que dichas referencias históricas y literarias sean dirigidas a un individuo en particular, un árbol, pues su existencia individual ha sido desdeñable para la civilización. Y, sin embargo, la silenciosa ubicuidad de los árboles ha sido usada como sustento de todo progreso, ya como leña para la cocción de los alimentos, ya como tablones y tablas para la construcción de infraestructura, ya como polines de madera, usados como sustento para las vías del ferrocarril, ya como fuente de calor para alimentar el desarrollo ferroviario y de transporte pluvial, al menos hasta el último cuarto del siglo XX en Colombia.
Sin embargo, no todo es olvido, pues hay algunas notables excepciones, con árboles que han quedado grabados en la historia y en la memoria de las personas, lo cual, de alguna manera, alude al hecho de situaciones particulares, de lugares para la reconstrucción de la memoria, de una vegetación que quedó impregnada en la colectividad humana, y que ahora forma parte de sus recuerdos.
En Popayán persiste aún el recuerdo de ciertos árboles que adornaron sus calles, y que quizás muchos patojos puedan recordar. Entre las referencias más antiguas está la de un viejo árbol, seguramente visible desde varias partes de la actual Calle 6ª hacia el sur, que desde antaño es conocida como la “calle del Chirimoyo”; en esa Popayán semi rural del siglo pasado, este arbolito debió satisfacer las hambres y antojos de las vecindades, y los pajaritos que también competían por sus jugosos frutos.
Otro árbol bastante célebre, del cual aún se conservan algunas imágenes fue el “Cachimbo de la piscina”, localizado en la base del cerro de El Morro, sirvió como punto arcifinio para los payaneses, que demarcaba la entrada a la entonces piscina municipal, hoy Rincón Payanés.
También permanecen todavía en los recuerdos de algunos de nuestros viejos, los eucaliptos que enmarcaban la vía al cementerio, acompañando el cortejo fúnebre con el incesante siseo del viento en sus hojas, como último recorrido de innumerables payaneses, como Rafael Tobar inmortalizara en bella prosa, en su libro “Cuando florezcan los eucaliptos”.
Era un espectáculo bello el antiguo seto de lecheros de hoja verde y de hoja roja, que delimitó a Popayán hasta antes del terremoto, en sus linderos y ejidos que databan de la época colonial, y que dio hogar a multitud de aves canoras, como una larga cerca viva que conectaba los solares de las casonas con los bosques de los alrededores y llenaba de trinos las estancias.
En el Parque Caldas los abuelos disfrutaron del abrigo y la belleza de un viejo carbonero, sito frente al edificio de la Alcaldía, cuyas flores atraían a grandes cantidades de colibríes, quienes cumplieron con el doble propósito de alimentarse y polinizar el arbolado urbano; bajo su sombra se sellaron negocios, se forjaron amistades, floreció el amor.
En este mismo espacio se destacan las araucarias y el árbol de corcho como vestigios centenarios de la inauguración de la Plaza y la instalación de la estatua de Caldas en su pedestal; entre sus troncos enhiestos han circulado más de tres generaciones de payaneses, deambulando por los vericuetos que trazan los corredores del parque, comiendo raspado o barquillos. Hoy día estos amigos árboles viven sus últimos tiempos.
En tiempos más recientes hemos tenido que presenciar la muerte y desaparición de árboles emblemáticos como el tulipán de los quingos, frente al colegio San José de Tarbes, que fue intervenido ante el riesgo de que sus ramas sin vida pudiesen colapsar sobre la infraestructura o los transeúntes.
Ya por fuera del centro histórico encontramos a los guayacanes de la avenida novena hacia el norte, así como aquellos que adornan con su floración el pequeño santuario de la Virgen de Los Hoyos; la alternancia en la floración de los guayacanes rosados y amarillos modifica el paisaje en el transcurso del año, con la maestría que tiene la naturaleza. A su turno, las palmeras que se han sembrado en áreas públicas y privadas de la ciudad han sufrido del ataque de un escarabajo llamado el Picudo, en un fenómeno que afecta a varios departamentos del orden nacional; sin embargo quisiera recordar aquí a una palmera, que vive en el actual parque Carlos Albán, contigua a la plaza de mercado del barrio Bolívar, que data de los tiempos del ferrocarril y que sobrevivió los 18 segundos del terremoto de 1983, con sus más de cuarenta metros de altura; al igual que algunas pocas de sus compañeras que quedan de la antigua “avenida de las palmas”, entrada norte de la ciudad hasta el medio siglo XX. Hay muchos otros, en cada barrio, en cada esquina y en cada corazón.
Buscando información sobre los árboles célebres en la historia, encontré un interesante artículo del abogado e historiador nariñense Vicente Pérez Silva en la revista Credencial Historia, en el cual nos habla sobre “el árbol de la libertad”, que los ejércitos de la gesta independentista sembraron una vez se hubo ganado una plaza, a la usanza de los ejércitos revolucionarios de la Francia del siglo anterior, como un símbolo de la vida, pero también un símbolo del control de los recursos naturales sobre los territorios, en el contexto de la biopolítica de Foucault. Pérez acude a fuentes como los textos de don José Manuel Groot, quien narra cómo en 1913 don Antonio Nariño y Álvarez ordenó la siembra de un árbol de arrayán en la plaza mayor de la ciudad de Santafé y en las poblaciones más notables de la región, como símbolo de libertad, y en conmemoración de su victoria contra las tropas de Baraya, en San Victorino. Días más tarde el árbol apareció cortado y echado por tierra, sin haberse podido identificar sus perpetradores, pese a que se ofreció entonces una recompensa de $200 por información relacionada con el insuceso.
Dos anécdotas personales: en octubre de 2018, en compañía de mis amigos de FUNDACALDAS sembramos en acto público, como árbol de la libertad una hermosa quina, frente al edificio de la Gobernación, en conmemoración de los 200 años del asesinato del Sabio Caldas, la cual fue tristemente saboteada meses después por manos malhadadas.
Por último, quiero recordar un momento, a mediados de los años ochenta, en la glorieta del parque Mosquera, cuando bajo una enorme acacia amarilla de forma aparasolada que nos permitía descansar del inclemente Sol camino a casa, mi abuelo Gustavo exclamó: “Gracias amigo árbol por tu sombra, cómo quisiera llevarte sobre mis hombros”. Sus palabras resuenan en mi memoria.