LA SUERTE ESTA ECHADA – Cuento

Recordando a Meryl Streep y Clint Eastwood en los “Puentes de Madison”

Por: Felipe Solarte Nates

Su corazón y sienes estaban a punto de estallar. Apretaba con sus dedos sudorosos la manija interior de la puerta de la camioneta Fargo que conducía su marido y en la GMC de adelante, a través de la ventanilla trasera de la cabina, distinguía la silueta de Robert.

-Tiene placas de Washington… debe ser del reportero de la National Geographic que tanto me hablaron en la cafetería- dijo Patrick.

Mientras el semáforo estaba en rojo vio su silueta estirar el brazo derecho para alcanzar la cajetilla de cigarrillos guardada en la gaveta y recordó cuando lo conoció sentada al lado y sintió el roce de la piel quemante sobre sus muslos al hacer el mismo movimiento. El encuentro fue por azar. Cinco días atrás, minutos después de despedir a Patrick y sus hijos Nelly y John, escuchó el pito de la GMC verde, frente a su casa. Él se bajó solicitando información sobre los puentes de Madison. Trató de orientarlo con palabras y teatrales indicaciones de brazos y manos, pero le fue imposible, debido a la falta de señalización en el corto pero intrincado camino lleno de cruces y bifurcaciones y por eso se ofreció guiarlo, poco después de haber despedido a su esposo y a sus dos hijos adolescentes que habían viajado a la feria estatal de Iowa, a concursar con un torete en el que habían depositado todos sus esfuerzos y esperanzas.

A pesar de la insistencia de Patrick y sus hijos no quiso acompañarlos a la feria.

En muchos años experimentaba una extraña sensación de libertad recobrada en medio de las telarañas de la memoria. Era la primera vez que se quedaba sola y al fin podría disfrutar unos días de descanso que la libraran de las rutinarias labores domésticas a las que estaba atada hacía 19 años, cuando después de terminada la guerra llegó de Italia con su marido a trabajar en la granja familiar.

Por fin podría dormir hasta tarde sin las urgencias de prepararles la ropa y el desayuno y disfrutar de las viejas canciones italianas sin que su hija Jane, de 16 años recién cumplidos, moviera el dial del radio Philco para sintonizar los rock and rolls de moda.

Regaba las plantas sembradas en macetas ubicadas a lado y lado de los corredores que rodeaban la casa de madera, cuando llegó apretando la bocina de la camioneta verde oscuro.

El acompañar a un desconocido para encontrar su ruta era algo que no habría podido hacer si hubiera estado su familia en la granja y al notarlo sintió un antiguo viento de libertad acariciándole las mejillas al entrar por la ventanilla abierta, mientras el desconocido iniciaba el dialogo que se prolongaría durante los cuatro días más apasionados e intensos que experimentó en su vida.

Recordó el asombro de Robert, al descubrir el primer puente cubierto con el techo rojo y al bajarse con la cámara fotográfica y su trípode. –Hoy sólo haré un estudio del terreno, los ángulos de enfoque y tomaré unas pruebas… en el volco hay cerveza -, le dijo mientras sin afán recorría -con ojos de encuadres fotográficos- los alrededores del puente, el río, desaparecía de su vista y sin que ella se percatara le tomaba varias fotos desde diferentes distancias y planos. Al rato de merodear por los matorrales y árboles regresó con un manojo de flores silvestres. –Es un detalle para una dama tan amable-

–Son hermosas, pero venenosas- le contestó riendo. –Mentiras… no sé, por qué lo dije-, agregó, con una coquetería que no le afloraba desde hacía muchos años de monótona vida hogareña en una granja en medio de la llanura y apenas relacionándose con los vecinos durante los oficios religiosos, ferias locales, bazares y eventos deportivos que de vez en cuando rompían la rutina de la mayoría, dedicados a sembrar maíz, cebada y a criar ganado.

En el trayecto de regreso a la casa continuaron el dialogo. Le contó que había conocido a su esposo después que las tropas norteamericanas expulsaron a las ‘camisas negras’ de Mussolini y a los alemanes de Sicilia y en medio de banderas de Italia y Estados Unidos entraron a su pueblo aquellos jóvenes sonrientes y desparpajados, bajándose de los tanques y camiones a abrazarse con la gente, mientras a los niños y mujeres repartían gomas de mascar y pastillas de chocolate y cigarrillos a los escasos hombres que se salvaron del reclutamiento.

Recién cumplidos los 16 años, mientras sufría el hambre y el temor sembrados por la guerra, soñaba encontrar al príncipe azul caído del cielo que la arrancara de los despertares con las tripas retorciéndose sin tener alimentos suficientes, los ayes de los heridos mutilados muriéndose lentamente y el horror de los cadáveres desnudos –abandonados al descampado tras los intensos bombardeos y combates-, llenos de moscas y con los buitres al acecho para despedazarlos, después que los niños y adultos los habían despojado de sus uniformes, provisiones, botas y morrales.

Cuando antes de abrazarla y besarla, Patrick se quedó como hipnotizado con los ojos desorbitados y la boca abierta, no creyó que en poco tiempo su vida iba a dar un salto oceánico, al instalar el ejército norteamericano sus campamentos cercana a la aldea de Mancini, donde sólo quedaban viejos y niños, pues la mayoría de los jóvenes y adultos habían sido carne de cañón de los bandos enfrentados en la guerra o estaban hacinados en los hospitales o en los campos de prisioneros.

El ferviente soldado no dejó de visitarla llevándole flores y regalos y a punta de señas y las pocas palabras que balbuceaba en italiano le declaró su amor que ella no dudo en aceptar siguiendo los impulsos de su corazón y los consejos de su madre y amigas que dos meses después se multiplicaron organizando la fiesta de bodas de acuerdo a las tradiciones sicilianas.

Cuando llegó a la granja perdida en un cruce de caminos de los campos de Iowa, sintió que para siempre había dejado atrás su Italia del alma para adentrarse en un mundo desconocido de rutinas sencillas y labores de ama de casa mientras su marido trabajaba duro en el campo “para asegurarles un futuro a sus hijos y vivir mejor”.

Los habitantes de las fincas vecinas eran gentes acogedoras, aunque como en toda comunidad cerrada, en la cafetería del caserío cercano, en las visitas y escasas reuniones sociales, vivían cotilleando, muy pendientes de la vida privada y de las escasas infidelidades de sus vecinos, tal como lo constató Patrick mientras tomaba un café y accidentalmente escuchó la conversación de los contertulios de la mesa de al lado. El ser consciente de esta situación lo obligó a ser prudente y a advertirle a su anfitriona de los peligros que para su reputación implicaba el que los vieran juntos.

Con el nacimiento de su primer hijo, Nicoleta, pudo superar la nostalgia del desarraigo de sus raíces y el fuerte sentimiento de maternidad estrenada llenó el vacío de sus días de joven súbitamente trasplantada en otro mundo.

¿Qué será que no arranca?… el semáforo hace rato está en verde-, dijo su marido, mientras ella con la cabeza a punto de explotar y conteniendo las lágrimas y gemidos, aferraba y giraba a tope la manija de la puerta de la camioneta Fargo dispuesta a bajarse y correr hacía la GMC donde Robert la esperaba.

Cuando lo conoció buscando información sobre los puentes de Madison y él terminó de estudiar el terreno, el paisaje, la luz y puntos de enfoque y regresaron a la granja hablando de sus vidas, Nicoleta, al bajarse sintió que el dialogo había quedado trunco y lo invitó a tomar té frío.

-Mi marido… mi marido es trabajador, buena persona y muy limpio en todo… no toma, no fuma… es religioso, en fin-.

-¿Muy limpio?-

-Si muy limpio… es demasiado bueno… aunque la vida se transforma de un momento a otro… mis niños ya crecieron… siento que cada vez son menos míos, rebeldes… ya no puedo ni sintonizar mis canciones favoritas porque me las cambian por las de moda… mi esposo es como un hermano… en fín no tengo mucho que contar… todo es tan predecible… Cuéntame de tu vida, de tus viajes… debes haber pasado por historias interesantes-.

Robert sacó de un sobre de manila numerosas fotografías en blanco y negro tomabas en varios países desplegándolas sobre la mesa del comedor para que las viera Nicoleta.

-Son muy originales, hermosas… deberías exhibirlas o publicarlas en un libro-

– No creo que interesen… Mi vida… mi vida ha sido un eterno andar… saltar de una ciudad populosa a un caserío perdido en la selva, la montaña o el desierto… intentando acercarme a la gente sin prevenciones para ganarme su confianza y tratar de plasmar en los rollos sus gestos y vivencias cotidianas, la esencia de su vida… la relación con los animales, plantas, los espíritus de sus antepasados que permanecen en sus sueños y territorios sagrados… en fin, mi vida es una eterna errancia… con el sabor amargo de que la locura de la sociedad industrial pronto arrasará con variedad de pueblos, paisajes, lenguas, costumbres y culturas auténticas que serán reemplazadas por la uniformidad de vidas insulsas de seres ambiciosos y depredadores, llenos de electrodomésticos… trastos inútiles… zombis, que buscando al dios oro, para que se enriquezcan unos pocos, acabarán los bosques, envenenarán los ríos y por último desmoronarán hasta el terrón de tierra en el que están parados para comprar una Coca cola… en fin… tengo que ir al pueblo a ordenar mi equipo y escribir una notas-.

-Te invito a cenar y estoy ansiosa para que me sigas contando de tus viajes-

-Bien… ¿A las ocho?-

Durante la tarde se sintió como la adolescente que en la lejana Italia no cesaba de mirarse al espejo semidesnuda, a peinar su largo pelo castaño y contemplar cómo le engrosaban muslos y piernas y emergían los botoncitos de sus pezones, entre sencillos vestidos de telas livianas, rescatadas de viejos trajes acondicionados por su madre.

La rutina del hogar en la granja familiar, la había uniformado con mismas batas desaliñadas y sus escasos adornos hacía tiempo dormían en el cofre de las joyas. Se probó unos aretes, el collar de plata cayéndole en medio de sus jugosos senos con su nombre grabado… antes de partir de Sicilia se lo regaló su madrina de bautizo. Revisó los mejores vestidos guardados por años en el armario y ninguno le gustó. Se delineó las cejas, pintó de carmín sus labios, coquetamente arregló el pelo desplegando su larga y hermosa cabellera sobre la espalda y decidió ir a la única tienda de ropa del pueblo a comprarse un nuevo traje, más a la moda y alegre… el primero que estrenaría en muchos años.

Su marido nunca lo había hecho. Para él, la cocina estaba vedada a los hombres. Este era de otra clase, aunque no “el hippie fotógrafo que había llegado a tomar fotos y a escribir sobre los puentes”, según le dijo por teléfono su amiga Mary que rumoreaban en el pueblo. Le sorprendió que se ofreciera a colaborarle en la preparación de la cena.

–Raspa las zanahorias con el cuchillo y córtales la punta-

Mientras bebían cerveza y el pollo se doraba en el horno, prepararon la ensalada y el puré de papas que acompañaría la cena, continuaron hablando.

-Qué país del mundo te ha impresionado más… qué paisajes, sus gentes… estas fotografías son impresionantes-

-Recuerdo a Machu Pichu, el paisaje misterioso, mágico encerrado en las montañas, los ríos, la ciudad inca construida en piedra… la variedad de países, culturas, religiones… tiempos detenidos que alberga la India… el África, las pirámides de Egipto, Luxor, el olor de sus sabanas, el aire sus contrastes: selvas, desiertos, ríos, gentes, los animales de la selva-

-Cuéntame algo gracioso-

– Esta historia te va a gustar: Una mañana en los bosques de niebla de Kenia, donde viven los gorilas salí con el guía y mis cámaras en busca de una familia que habían detectado cerca… después de caminar largo trecho… ya en la montaña detectamos un grupo… caminamos con cautela imitando sus movimientos, paso a paso tratando de mantener la naturalidad y calma para no espantarlos o provocar la furia del macho dominante del grupo… yo estaba detrás de un gran árbol cambiándole el lente a la cámara, cuando me asomo y me encuentro con tremendo gorila al frente… se quedó viéndome… yo paralizado del terror intenté correr… no me respondían los músculos… me abraza… cerré los ojos creyendo que me iba a destrozar… cuando los abro y veo que me mira fijamente con dulzura y empieza a besarme…era una gorila en celo… desde entonces nos escribimos y esta es la fotografía de tu rival-

Después de las prolongadas y estruendosas carcajadas de Nicoleta, bebieron Ginebra y en el radio sintonizaron las canciones lentas y románticas interpretadas por Frank Sinatra, bailando abrazados en la sala sin cruzar palabras y dejándose arrastrar por el vaivén de las notas vibrando en el aire y buscando su complemento, mientras acompasaban las curvaturas de sus cuerpos al ritmo ondulatorio de la música.

De ahí en adelante nada pudo detener la desbordada pasión del descubrimiento mutuo que los poseyó y la erupción de sus sentidos brotándole por los poros de todo el cuerpo que hasta el momento nunca había experimentado Nicoleta en sus largos años de matrimonio.

Al segundo día, mientras descansaban desnudos en la cama le indagó por su vida sentimental de “ciudadano del mundo”, como se autocalificaba. – ¿Adónde vas vives acostándote con mujeres… no tienes una familia… seré una de tantas… les contarás a tus amigos de una nueva conquista? -.

–Te he sido franco… la casada eres tú… esta pasión nació espontanea… mutuamente ¿o no?… no sé… durante años he trashumado por el mundo y siento que en el fondo busco algo… llegar a una meta… pero nunca la encuentro y sigo andando… como el judío errante… la casada eres tú… por mí no hay problema si quieres seguirme… nunca había experimentado un sentimiento igual… tendrías que dejarlo todo… tu esposo tan limpio… tus hijos que ya crecieron y sientes que ya no son tuyos y no te necesitan como cuando eran niños-

Durante los dos días siguientes no dejó de pensarlo cuando estaba sola y lo esperaba para cenar y salir de paseo o a tomar fotografías. Por primera vez experimentaba una pasión volcánica, abrasadora, pero la ataba el pesar por dejar sólo al marido que tanto la adoraba y había sido tan dedicado a ella y su familia… estaba segura que se derrumbaría si partía detrás de Robert y más incertidumbre le causaba el pensar qué sería de su hijo John y de Nelly… adolescentes que recibirían un duro golpe de inestabilidad hogareña en momentos en que empezaban a ser adultos y en todo el país surgían esos “desadaptados de los hippies abandonando el estudio, el trabajo, drogándose y haciendo el amor libre”, en su mente se atropellaban confusas imágenes que sólo desparecían cuando llegaba Robert y se entregaban a disfrutar la loca embriaguez del descubrimiento mutuo de sus sentimientos y cuerpos.

En la tercera noche la invitó a un sitio en la frontera del Estado donde no encontrarían conocidos. Una orquesta de negros amenizaba la pista de baile, alternando el sincopado toque de los tambores dialogando con saxos, trompetas y guitarras mientras interpretaban ritmos alegres y tristones en medio del ambiente cargado de vibraciones, matizado de suaves luces y del calor irradiado por los cuerpos de las parejas bailando desparpajadas al son de alegres piezas de jazz y abrazadas dejándose arrastrar por las letras románticas y cadencia de los blues interpretados por las desgarradas voces de las cantantes y coros de las cantantes negras.

La última noche que pasaron juntos, las efímeras explosiones de plenitud de sus cuerpos entrelazados fueron empañadas por el desespero de la inminente separación, y en el caso de Nicoleta, sopesando la decisión más dura de irse dejando atrás toda una vida… esposo… hijos o dejarse arrastrar por la fuerza salvaje de sus instintos y apegos súbitamente despertados por Robert.

-¿Qué pasa… se varó?… ya van dos cambios de semáforo y nada que arranca-

Nicoleta, no escuchaba… con la mano sudorosa apretaba la manija de la puerta a la que sólo le bastaba un empujón para abrirse y correr hasta la GMC verde, donde la esperaba Robert, mientras de sus ojos brotaban lágrimas y en su pecho se agolpaban sollozos que intentaba disimular para que su esposo no los notara.

-Te sientes mal-

-Sólo un dolor de cabeza… creo que estoy resfriada… tomaré una aspirina cuando lleguemos- balbuceó, mientras extendía los sudorosos y tensos dedos y regresaba a su posición original la manija, echándole seguro a la puerta.

Al de nuevo cambiar a verde el semáforo, Robert encendió la GMC. Nicoleta, en la camioneta de atrás, derrumbada sobre el asiento de la cabina al lado de su marido, lo vio alejarse, volteó la cara hacía la ventanilla del lado, se sonó con un pañuelo desechable y limpió las lágrimas que corrían por sus mejillas, mientras la camioneta conducida por el fotógrafo se difuminaba en el horizonte nublado.

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