Popayan, historia y cultura

Rodrigo Valencia Quijano se refiere a la producción artística de Pablo Ruiz Picasso (25 de octubre, 1881-18 de abril, 1973), entre los años 1902 y 1904, la época azul de Picasso, que se desarrolla entre Barcelona y París y que se caracteriza por la presentación de tristes figuras de indigentes: viejos con guitarra, arlequín pensativo,miserables ante el mar. Es una época que ya marca su personalidad como pintor e identifica su estilo: realismo, intimismo y melancolía, que presiden sus cuadros.

LOS INDIGENTES DE PICASSO

De: Mario Pachajoa Burbano
Las madres arropan a sus niños en un invierno sin nombre. Han visto el subsuelo de la pobreza, han esperado lo que no llega. Descalzas, los ojos grandes y tristes, los harapos cual antiguas damas griegas, olvidadas de algún templo de dioses crueles. El horizonte azul, en un fondo escueto, desolado, como los niños que están en sus brazos.

A veces se ponen a pensar, y el chico es un arlequín de perfil homérico, hierático; vertientes de inesperanza lanzan sus miradas desposeídas. Es la nostalgia que abruma almas y cuerpos; los colores rosados y azules compiten con algún silencio que deambula entre cuartos de miseria. No han visto la risa que despierta en las almohadas, no han abierto los brazos saludando al calor del sol; los cruzan eternamente, los hombros encogidos de estremecimiento.

Los dioses han desdichado a estos prójimos de la tristeza, no les han dado un nombre en los andenes, en las calles, en las playas ni en las penumbras donde huele el sopor de la indigencia. ¡Qué pena da mirar a estos hijos olvidados de Adán! La bondad de Abel se ha pegado a sus esqueléticas figuras. Las manos tienen dedos largos, expresivos y teatrales, herencia de toda una humanidad que enloquece de impotencia. Ese loco es un mendigo cuyos ojos extravían a la gente; esa Celestina, un ojo tuerto, mueca que signa esperanzas frustradas; el asceta se niega a creer en la alegría, y los abrazos consuelan entre el mugre, ahogan la risa y disimulan el frío de los cuerpos.

Quizás los ojos del maestro son locos, son focos que irradian un descubrimiento entre los destrozos, entre los basureros y esquinas de ese pueblo de miserias. La música azul de la guitarra ni siquiera suena, pulsada por esas manos huesudas de pordioseros ciegos, retorcidos por la fuerza del destino, con ropas que ni se quejan de sus hilos podridos; no tienen fuerza para reclamar a Dios una mirada misericordiosa; son como Job, acostumbrados a sus penas, manchas del mundo de los vivos. Han vivido la muerte, han muerto la vida entre los pliegues de sus vacíos eternos. Algunos murmuran en silencio; otros, como el poeta, abrevian el aburrimiento con un vaso de cerveza, y ni el sueño logra vencerlo; un tedio le alimenta sus palabras de protesta, la paciencia se ha acostumbrado a sus suertes indignantes.

Tal vez sus palabras renacerán al anochecer, crecerán en la madrugada, después de cerrar las luces trashumantes del bar, después de abrigarse inútilmente contra el frío de ciudades que han ahogado los sueños y sucumbido ante vanidades sin cuento. Nunca más se creerá en la elegancia; habrá que buscarla en la inocencia, en el olvido, en la certeza de la duda, en los ojos grandes, asombrados por el infinito del alma, esa montaña de hambres y nostalgias aparecidas desde la creación del mundo. ¡Oh, qué bellos azules, qué rosados ocupando el día, qué deseos inalcanzables, sonando entre las flautas de Pan!

El mar está quieto, como una escultura, lo mismo que el cielo y los hombres, relatando la antigüedad moderna de sus mundos. Hace mucho han nacido los días y las noches, ¡pero aún no ha sido desterrada la tristeza! Y, menos aún, el dolor sin final de la indigencia. Hace mucho que el hambre tiene ecos infinitos, hace mucho que los seres sufren la pesadilla de la nada, de los cuencos vacíos y la piel desheredada. Hace mucho que la vida es cruel, que los sueños se arrastran por el suelo, que recogen el asombro de oquedades sin cuento.

La mujer, con su moño húmedo, su mano es su único soporte, se apoya en la expectante flaqueza de su pena; parece un ángel despojado, una figura de panteón dolido, fantasma caído en su propia sombra, heroína inhóspita en su grandeza. Así veo yo los indigentes de Picasso. Los supo iluminar, los llevó de las calles al museo, inolvidó por siempre sus quejas sordas, legendarias, de paraíso perdido. Nadie más ha podido pintar, así, la inmensidad de la tristeza y la pobreza. Son las confidencias de un poeta asombrado por la condición humana.

 

REMEMBRANZAS NAVIDEÑAS PAYANESAS

Viernes 9 de diciembre, 2005
De: Mario Pachajoa Burbano

Yolanda Jimena Ramírez R. en su artículo para El Liberal “Tradiciones perdidas” nos regresa a las navidades payanesas en los 20’s:  Chirimías, triquitraques, pesebres, novena del Niño Dios, Plato de Nochebuena, aguinaldos, orígenes del juego de negros y blancos, Taita Puro, los Reyes Magos.
No es un secreto para nadie, Popayán ha sido siempre una especie de caja de Pandora, pero llena de maravillosas historias que se niegan a morir con el paso del tiempo.

La Navidad y la fiesta de Reyes, fueron junto a la Semana Santa las tres grandes conmemoraciones de corte religioso, que transformaban por completo a la ciudad, algunas de las cuales están hoy apartadas de la memoria de las nuevas generaciones.

El Liberal dialogó y compartió con el historiador Diego Castrillón Arboleda, apartes del libro aún sin publicar por la Academia Colombiana de la Lengua, denominado Historia de la Literatura en el Cauca, para rememorar tradiciones y típicos personajes de Navidad y año nuevo.

Vísperas y navidad

En las vísperas de la Navidad, Popayán se llenaba de un inusitado ambiente de fiesta. De los distintos barrios de la ciudad, entonces no tantos y tan populosos como ahora, salían chirimías  acompañadas de un alegre y saltarín diablito rojo y de gentes que delante quemaban los ‘triquitraques’.

Corría la década de los veinte, recuerda con certeza y un marcado aire de nostalgia en sus ojos, el historiador. “Todo comenzaba el día de la Inmaculada Concepción con el lejano sonido de tamboras de Rogelio Anacoreta  escuchado a intervalos bajo las últimas lloviznas predecesoras del verano del Niño Dios. Se percibía luego la dulce melodía de las flautas de carrizo sopladas por ‘Pateguaba’ y ‘Palmenis’. Progresivamente iba ampliándose el espectro de la música con el ritmo del pasillo y el compás de las carrascas, la ‘guacharaca’ y los pajaritos, hasta que desembocaba en la esquina en forma inusitada el conjunto de la chirimía que los ejecutaba, integrado por artesanos sudorosos del barrio ‘El Mascarón’, con sus ruanas y pintorescos sombreros guambianos dirigidos por Antonio Hidrovo, delante de todos con los cachetes inflados esforzándose por extraer al tubo de la ‘chirimía’ su sonido lúgubre como de gaita escocesa”.

Mientras esto ocurría, algunos pequeños del sector junto a sus padres, en una práctica ya en desuso por razones de protección del medio ambiente,   despojaban árboles y rocas del musgo y las ‘barbas’ para hacer los pesebres. Material que complementaba el escenario de montes y colinas  construido con papeles encerados arrugados, con aserrín por caminos, casas campesinas de cartón y artísticas figuras de la sagrada familia, los pastores, Reyes Magos y ángeles,  que en algunas casas hacían gala de la imaginería quiteña y en otras de la habilidad para  construir figuras en trapo de las ancianas mestizas en su juventud conocidas como Ñapangas.

Ritual que involucraba a toda la familia y la reunía nuevamente cada final de tarde alrededor del pesebre, durante nueve días consecutivos, para rezar la novena y entonar villancicos, en espera de la llegada de Jesús  Niño.

Escenario también para compartir con los presentes un delicioso plato de nochebuena. “Esta era pasada a cada comensal en apetitosos platos adornados con hojaldras recortadas de las que pendían cortezas de limón, casquitos de ají pique endulzado y trocitos de naranja calada, cimentadas en rosquillas rellenas de manjar blanco y otros dulces regionales rodeados de regordetes y reventados buñuelos con almibar cristalino en el que flotaban brevas, rebanadas de higuillo, papaya, piña de El Patía y duraznos puraceños aconfitados”.

La procesión de la Virgen, que se iniciaba una vez culminada la misa de aguinaldos el 16 de diciembre, bajando del templo de Belén hasta el hoy templo de La Encarnación, donde se celebraba finalmente el matrimonio de San José y la Virgen, era quizá uno de los  actos más solemnes de las vísperas de la navidad, entre villancicos, pólvora, incienso y una devoción festiva.

Pasada la Navidad

Nacido el Redentor, los payaneses iniciaban los preparativos de lo que sería la fiesta de los  Reyes Magos, de gran majestuosidad.

Dice Don Diego Castrillón, que ‘Anacoreta’ un conocido personaje de la época, modelaba máscaras con papel periódico y almidón de yuca, y fermentaba chicha de maíz para el ‘tasajo’ una celebración popular creada por Joaquín Mosquera y Figueroa a fines del siglo XVII, que inicialmente celebraron los negros libertos, a quienes él les donó un terreno situado en el sector de Machángara en inmediaciones del hoy aeropuerto, en donde ellos construyeron el barrio Palobobos.

En Navidad, él mismo les donó dos novillos para que los despresaran, los asaran y comieran, y ellos celebraron entonces también con licor y chicha, convirtiendo el acontecimiento en un verdadero festín.

Al año siguiente los blancos de la ciudad  resolvieron camuflarse entre la fiesta, pintando sus rostros de negro con tizne y manteca. Este es a juicio de Diego Castrillón el inicio de la tradición de negros y blancos en Popayán.

Cuando se dieron cuenta, los negros se daban ‘trompadas’ con los blancos. Entonces el Alcalde al año siguiente ordenó que para ese ‘tasajo’ de novillos, todos los ganaderos estaban en la obligación de bajar cada uno un novillo para el pueblo en Navidad. ‘Tasajo’ que se tenía que hacer en el Parque de Caldas.

En los últimos días de diciembre, en un rincón del callejón de la plaza de Caldas ubicaban a ‘Taita Puro’, un muñeco relleno de ‘triquitraque’ con cara de calabaza y cuerpo de espanta pájaro, que tenía que explotar en la madrugada del primero de enero.

Años después, los jóvenes de la aristocracia payanesa  montaban sus caballos por los alrededores, y se dio paso igualmente a una corrida de toros que tenía también como escenario la plaza central, hoy parque Caldas, debidamente cerrado,  lo que con el tiempo derivó en los carnavales que se realizaban siempre el 5 y 6 de enero.

“Disfraces, chirimías, licores y bocados tradicionales, eran el signo de este festejo, iniciado cuando aparecía por la esquina de La Ermita el toro, un becerro patiano más asustado que bravo, el cual se enfilaba contra el grupo de toreros que lo asediaban a diestra y siniestra sin consideración ni miedo. El pobre bruto terminaba muerto por algún aleve puntillero y arrastrado al centro de la plaza donde humeaban los fogones, unido a la carne de otros novillos, degollados en el matadero de El Ejido y por orden del Concejo, eran colocados sobre barbacoa, con helecho para asarlos y repartirlos al público con tamales, champús, empanadas y encurtidos”, afirma en sus memorias Castrillón Arboleda.

Entretanto pobres y ricos jugaban con la pólvora, elevaban globos y embadurnaban sus caras con manteca y carbón molido, al amparo de aguardientes, chicha o masato.

Los reyes

En los portales o portalones, de los cuales hoy sólo quedan como testigos los del Banco de Colombia, se levantaba entonces el escenario donde se daba inicio a los actos sacramentales de Herodes y de los Reyes Magos el cinco de enero.

No muy lejos de ahí, en La Herrería -bajos del Puente del Humilladero- el maestro Julio Ramos herraba los caballos de las haciendas para los pastores de las arrias y los cabrilleros.

Los niños de los barrios, con caballos mansos que les eran prestados, se ubicaban uno tras otro a lado y lado de la vía, marchando  así diariamente. “Cada día  le ponían una cosa diferente. Primero una alfombra, luego unas petaquitas, luego unas florecitas, después unas banderolas”.

El día de los aguinaldos, el 28 de diciembre, salían las primeras de estas arrias junto con sus promeseros y mayordomos que los acompañaban de a pie. Cuando los Reyes ya montaban sus caballos estaban ensillados y enlucidos con terciopelo rojo bordados en hilos de oro y riendas de cuero adornadas con caracoles marinos.

“Las tres arrias o recuas de  los Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, salían en su orden, ya completas, de los barrios El Cacho, El Empedrado y La Pamba, en un recorrido por toda la ciudad para adorar al Niño Dios en los pesebres de  las casas y los templos, tratando de no encontrarse antes del siete de enero, día de la despedida”.

Era este a juicio del historiador, un espectáculo verdaderamente hermoso. ‘Miel de Abejas’, un simpático mulatico, bajito, quien vestía de algodón,  blanco capirote y portaba una vara regidora coronada de manzanas, precedía a la infaltable chirimía que acompañaba a los niños vestidos de campesinos quienes hacían sonar campanillas en las orillas de las aceras, y caballos adornados con petacas de oro, incienso y mirra.

Estos personajes tenían a su cargo formar una calle de honor a los tres embajadores con traje de parada y al Rey, quien vestido majestuosamente y montado en su caballo, saludaba a la multitud agolpada a lado y lado, como dando bendiciones.

Las coronas de cada uno de los reyes eran elaboradas en finos metales e imitaciones de piedras preciosas por las reclusas de La Magdalena.

Los portales, en donde estaba ubicado el palacio de Herodes, se llenaban en sus alrededores de gentes, para presenciar  el juicio de Herodes a los inocentes, ya con las tres arrias de los Reyes Magos completas.

Luego del juicio las  arrias regresaban juntas a cada uno de sus barrios y posteriormente en el portón de sus casas se despojaban de sus vestiduras, en espera del inicio de un nuevo año que les permitiera volver a ser Reyes.

La alcaldía y el parque caldas se viste de luces en navidad.

 

Las chirimías forman parte de las tradiciones navideñas de popayan

 

Plato navideño típico que se brinda en novenas.

 

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