Nunca más

S

Por: Jhon Durán

ilenciosa y lenta iba cayendo como un pañuelo acariciado por una corriente suave, acercándose a su silla mecedora de cada mañana para ver por la ventana un amanecer lleno de gloria; ese día el sol estaba más cerca y las nubes levitaban esparcidas, casi imperceptibles, muy arriba, esas partículas curiosas y enamoradas queriéndolo ver primero, deshacían las nubes para ver la entrada antes que todos.

Esa mañana, ella se dejaba caer sabiendo que ese mismo sol era amado por todos, y que a todos les abrigaba los huesos mientras los suyos temblaban esperando y se organizaban con dificultad sobre el cojincito que se había tardado una semana en terminar; esas manos ya no terminaban rápido nada, nada querían terminar, esas manos querían que todo pasara una y otra vez muy cerquita, esas manos, que tanto tiempo despreciaron muchos cuerpos ahora se detenían en la fría madera de la silla mecedora como si le sacaran un placer de lejana procedencia a esas viejas zanjitas que iban surcando el brazo, doblando en el extremo, rodeando la cabecita que caía como una corriente de agua tallada para que la mano se aferrase allí y el cuerpo exigiera hasta el más mínimo cambio para estar totalmente a gusto, por completo entregado a la silla, al cojincito de forro tejido y al atardecer de ese sol que ese día estaba más cerca y hasta las nubes lo sabían, era por ella.

Ah, cómo se mecía, con qué lentitud lo hacía, con qué descanso ella se mecía, en cada llegada al frente sentía la medida exacta para aplicar la mínima tensión necesaria en sus piernas y devolverse sin desacomodar su cuello, para no ir demasiado hacia adelante y para no ir demasiado hacia atrás.

Ella, ya se había dicho antes mientras salía el sol, cuando con callado pensamiento vibraba su alma, las palabras de un viejo amado, amante viejo que se ha quedado en sus íntimas vibraciones: Never more; pero ese día no lo pensó, no disfrutó su alma la melancólica caricia, pero no porque la hubiera olvidado, sino más bien porque en su lejana oscuridad de laguna, aquel graznido había sido por fin asimilado, ya no era un pensamiento de su alma, ni un par de palabras en sus labios temblorosos, no era ya un recuerdo como cualquier otro al que se acude para sonreír a solas o para ignorar el tiempo, no, era parte de sí, era ahora parte de su propia vista, de su propio olfato, de su propio tacto: ese sol cercano parecía asegurar que no saldría una vez más y todos lo sabían, era por ella; ese vientecillo ligero que se extendió por su cabello y le hiso erizarse al tocar las orejas, parecía haberle sostenido por última vez en su mágico descenso en la excelente silla; la silla misma hería sus manos con tal furia que atormentaba sus delicados ojos, aquellos dulces ojos enamorados de la infancia que habían prometido no humedecerse aunque estaban a punto de quebrarse. Una sola gota rompió sus mejillas en miles de grietas y la niña, abrazada por el cielo y ese sol cercano, saboreó la gota que había brotado desde el fondo de su laguna memoria, oscuro dolor, tremendo dolor.

Pero ha sido un segundo y nada más, y se ha roto el corazón en un segundo nada más, la silla ya no tiene a quién mecer y se ha dejado de mover, las nubes se empiezan a reunir y el sol se vuelve a alejar, el vientecillo lo intenta pero la oreja no se estremece ya, la laguna se aquietó y los labios no tiemblan más, nunca más.

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