MICROCUENTOS DE RAFAEL GARCÉS ROBLES  2

EL PISTOLERO

Igual que todos los sábados, el pistolero arribó al caserío disparando en busca del último hombre que aun sobrevivía para cumplir así, con su promesa de matar a todos los varones. Eloy, el último sobreviviente, se paró con su mirada desafiante en el centro de la pequeña plaza; el pistolero lo miró sonriente, diciéndole al tiempo: -Con tu muerte, cumpliré mi promesa – Luego besó el cañón de su pistola y empezó la descarga al cuerpo de su inofensivo contrincante, pero las balas disparadas antes de llegar a la humanidad de la víctima, regresaron como un bumerang, incrustándose en la sien del atacante, acabando al instante con su vida. Eloy, el adivino, el profeta del pueblo, caminó hacia el cuerpo del difunto, y mientras  cerraba sus ojos para siempre, le habló con voz pausada: – Yo también te había prometido que tus balas algún día, se devolverían contra ti. 

 

LOS TRES PECADOS VENIALES

Estaba en la primera fila del mirador contemplando el cerro en su majestuosidad nocturna cuando escuché un murmullo a mis espaldas, no presté atención porque en esta época de fiestas en el pueblo, viene mucha gente: turistas en busca de festejos y viejos habitantes que celebran con alborozo su regreso al terruño; sin embargo,  de labios de un supuesto hombre mayor,  escuché los nombres de viejos personajes, de quienes mis padres habían hablado en tiempos de mi niñez. Discretamente miré hacia el grupo y no demoré en identificar a aquel hombre rodeado de tres mujeres adultas y dos adolescentes, se trataba del padre Arquimedes. Su rostro de santo, me recordó aquellos momentos de su ordenación sacerdotal, cuando desfilamos los niños y las niñas de las escuelas enfrente suyo para ofrecerle nuestra admiración y rogar a Dios para seguir su ejemplo; al día siguiente, los profesores nos llevaron en grupo hasta la iglesia para cumplir con el santo sacramento de la confesión, todos aspirabamos a ser perdonados por el nuevo cura, afortunadamente lo logré.

 Luego de cerrar recuerdos, me concentré en escuchar la amena conversación de su pasado con su familia, con sus amigos, y su vagar por tantos sitios del pueblo y sus alrededores; mi curiosidad por escucharlo, me tentó a acercarme y a presentarme, y él, cortesmente  presentó a sus hijas y a sus nietos, hace más de cuarenta años que me retiré del sacerdocio, me aclaró; en seguida,  le  hice un breve relato de mis reminiscencias con él; llamó la atención sobremanera, tanto al excura como a sus allegados, al contarles el episodio de mi confesión con él, y la recordación de mis tres pecados veniales que confesé: – Acúseme padre que me robé un pan; acúseme padre que mentí a mis padres;  acúseme padre que tuve malos pensamientos. En seguida, el señor Arquimedes puso su mano en mi hombro, me clavó su pupila verde, y sabiamemte me dijo: – Sabes amigo que, esos pecados veniales de la niñez, son los mismos pecados mortales que condenan al mundo de los adultos: el robo, la mentira y las tentaciones; todo, a sus debidas proporciones.