Mercedes Hurtado de Álvarez: una novelista payanesa del siglo XIX

Ciento setenta y dos años después de su primera edición, la colección Posteris Lvmen, de Editorial UC, rescata Alfonso: Cuadros de costumbres, la primera novela publicada en Colombia por una mujer. 

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Por: Patricia Aristizábal Montes

Mercedes Hurtado de Álvarez nació en Popayán el 15 de agosto de 1840 y falleció en Bogotá el 16 de septiembre de 1890. Fue hija de José Hurtado Carrejo y Mariana Pontón y Diago; se casó con Manuel de Bernardo Álvarez, descendiente de importantes próceres. Para la época de su nacimiento, ya existía en Popayán una institución educativa, como constata la socióloga Martha Cecilia Herrera Cortés: “En 1838 se inauguró en Popayán la primera institución regentada por seglares a Cargo de Nicola Cox y Villar”. Como era usual en las mujeres de la élite, Hurtado de Álvarez conocía la lengua francesa y tuvo acceso a la educación que se impartía a las mujeres de su clase, en la que se contemplaba: leer y escribir, conocimientos fundamentales de matemáticas, elementos de economía doméstica y catequesis. Algunas jóvenes sacaban a su vez provecho de la enseñanza que recibían sus hermanos, impartida por profesores particulares. De esta manera pudieron profundizar en campos del conocimiento que de otra forma les estaban vedados.  

La novela Alfonso. Cuadros de Costumbres fue publicada en Bogotá en 1870, en la imprenta y estereotipia de Medardo Rivas. El asunto central de la novela es el matrimonio, tema que ocupa un lugar importante en la producción literaria de las escritoras del siglo XIX. El libro está precedido de una dedicatoria que hace la autora al señor José María Torres Caicedo, diplomático y escritor colombiano radicado en París. El prestigio de Torres Caicedo para la historia de las ideas en Colombia reside en su importante papel como difusor en Europa de la obra de los escritores latinoamericanos. Para la publicación de su novela, Hurtado de Álvarez recurre al reconocimiento de la autoridad intelectual de un hombre con prestigio de quien espera más su “voto” que el de un lector anónimo.

En el siglo XIX era usual que la presentación de la obra de una escritora fuera hecha por la pluma de un escritor conocido e influyente, y también era una práctica recurrente que las escritoras firmaran sus obras sirviéndose de seudónimos; las motivaciones para que se diera este fenómeno han sido largamente comentadas apelando fundamentalmente a la idea de resguardar la identidad personal no haciéndola pública para evitar la opinión de la sociedad, considerando que no era del caso que las mujeres se dedicaran a labores intelectuales como la escritura de obras de ficción, tanto menos la deliberación y divulgación de las ideas. En cuanto a la actitud de Hurtado de Álvarez a este respecto, es de destacar que no recurrió a la utilización de un seudónimo para publicar su novela; a cambio de esto asumió ella misma la presentación del libro, lo cual deja indicios de que se trataba de una escritora con independencia intelectual que creía en su labor y no buscaba una fachada en la cual ocultarse tras la utilización de un seudónimo que, con el paso de los años la volvería completamente invisible. 

En la dedicatoria de Alfonso. Cuadros de costumbres, Hurtado de Álvarez manifiesta que las mujeres no tienen otra misión en el mundo aparte de ser madres. Ahora bien, si se considera esta observación en un sentido lo suficientemente amplio, la referencia a “ser madre” no solamente alude al papel de la mujer en el interior de la familia, sino también a una consideración equivalente a la de “madre patria”, lo que significa que su determinación como “madres” es lo suficientemente importante y trascendental.

La novela está compuesta por quince capítulos en los que se intercalan poemas, uno escrito por Laura titulado: “El Retiro”, que su hija Elisa sabe de memoria. También aparecen cartas que Laura le escribe a Alfonso cuando este se encuentra en Lima, así como las que dirige otro de los personajes femeninos, Leonilde, a su enamorado Enrique, quien ha incumplido su promesa de matrimonio. A partir de estos elementos hipertextuales se consigue advertir que las mujeres representadas en la novela no sólo sabían leer y escribir, sino que conseguían expresar en las cartas sus desengaños amorosos y reclamar por el cumplimiento de las promesas que les habían hecho. De igual manera, no eran ajenas a la creación literaria, como lo demuestra el hecho de que Laura Rivera escribiera poemas. 

Alfonso: Cuadros de costumbres ha sido un referente importante en la literatura escrita por mujeres en el siglo XIX en Colombia, como lo ha expuesto la crítica Lucía Luque Valderrama, quien la destaca “como la primera obra extensa en este género [costumbrista], debida a una escritora”. Pese a esto, no se había vuelto a editar. En este sentido, es un privilegio para los lectores del siglo XXI volver a tener la ocasión de conocer esta obra que, como lo podrán comprobar, reviste la mayor importancia. Volver a gustar de la prosa de Mercedes Hurtado de Álvarez es entrar en relación con la voz, el sentimiento, los valores y las ideas de las escritoras de dos siglos atrás, lo que amplía las perspectivas de estudio de la literatura femenina del siglo XIX, que se ha visto limitado, justamente, por no tener acceso a las obras. Con la presente publicación, Alfonso. Cuadros de costumbres da el salto de ser tenida como una incunable a ser en adelante una novela de acceso público bellamente editada.

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ALFONSO: CUADROS DE COSTUMBRES

Capítulo I

Los sucesos que vamos a referir pasaban en la ciudad de Popayán en el mes de marzo de 1839. 

Era una hermosa noche: el cielo de un azul purísimo, tachonado de estrellas; el viento suspiraba dulcemente. La procesión que debía salir esa noche iba a estar muy lúcida, pues todas las lindas devotas se preparaban para ir a alumbrar a la imagen de la Soledad: entre ellas iba Laura Rivera. 

—¿No es verdad que este chal me sienta muy bien? —preguntó a su madre. 

—Por cierto que sí, hija mía: estás hechicera. 

—Gracias, mamá; es usted tan fina… 

Vamos a describir la casa de don Juan de Rivera, padre de la joven de quien vamos hablando. Un ancho balcón daba al frente del monasterio de la Encarnación, y era el de una casa antigua de calicanto muy bien construida, sostenida por arcos y columnas de piedra, de aspecto triste, como todas las casas de la ciudad, aunque con todas las comodidades necesarias de que disfrutaban los antiguos, y mucho más don Juan, que había tenido regular fortuna. Los muebles eran los siguientes: en una sala grande, cuyos ladrillos brillan por el aseo, se veían unas cuantas docenas de sillas de cuero y los espaldares pintados con varias figuras, cuatro canapés, mesas de las que llamaban de pata de gallo y un gran reloj de campana, pendiente de la pared, cuya péndola marcaba con un melancólico compás las horas. 

El cuarto de Laura contenía un magnífico calvario romano, representando a la Virgen, al Señor y a la Magdalena; un cuadro de la Virgen, copia de Rafael; al frente un lujoso tocador con baño y todos los útiles necesarios; completaban el amueblado una cómoda, un costurero y su silla. 

Estaba Laura frente a su espejo, donde reflejaba su encantadora imagen: sus preciosos cabellos cubrían parte de su esbelto talle, haciendo un bello contraste con la blancura de su tez y el desvanecido carmín de sus mejillas. No sería más bella la Laura del Petrarca, a quien el poeta amaba. Apenas contaba veinte primaveras, una aureola de inocencia celestial coronaba su frente. Su madre, la señora Ana de Rivera, viuda ya, se recreaba en su hija, como una jardinera en la flor más linda de su jardín, pues que era el único fruto de su casto amor. Laura consultaba con su madre hasta los menores pensamientos, como a la mejor amiga, que es una madre. 

—¿No le parece, mamá, que nos vayamos?

—Sí, hija, porque la procesión sale a las ocho… —Y se dirigieron a la iglesia.

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