El otro sur 

 “El [plagio] es un placer y es un deber… conviene empezar [plagiando].”
Jorge Luis Borges 

Por: Ferchijote – [email protected] 

El adolescente que desembarcó en Cartagena de Indias en 1648 se llamaba Antonio Hurtado de Mendoza y Garcés. Fue el único sobreviviente de su linaje paterno porque a sus escasos trece años se atrevió a embarcarse clandestinamente en un galeón español, sorteando así la terrible y mortífera Gran peste de Sevilla; aquella que reclamó, un año después, el alma de sesenta mil personas; era entonces nuestro mozo en cuestión natural de la Sevilla española del siglo de Oro. Supimos después que en el año de 1675 casó con doña Josefa Ortíz de Guzmán, cuando ya a la edad de cuarenta años logró establecerse en lo que antes se conoció como el valle del Rio Negro, territorio que luego sería oficialmente nombrado como San Nicolás y que ahora, familiarmente, referimos como Rionegro (Colombia).  

Hoy, uno de sus descendientes, William Hurtado, tras-tataranieto del tras-tataranieto ─descendiente por línea paterna de décima generación─, dicharachero profesor y escritor en ciernes, se siente arraigadamente caucano, ya que sus abuelos maternos fueron Arquímedes y Ema Daza. El primero: un campesino de machete en cincho, muy recio y muy liberal él, y quien debió morir ─según testimonia el Tío José─ víctima de un tempranero cáncer gástrico a la escasa edad de cuarenta y cinco años, quizá a instancias de una vida fatigosa por el asedio de la violencia de ultras de derecha. La segunda: una bella y clara mujer de fe, de celeste mirada, sabia recitadora de la biblia, generosa maestra de escuela elemental, diligente herbolaria y diestra en las artes de la cocina campesina del sur del Cauca (de Argelia); decimos entonces que nuestro personaje es la resulta de la concordia entre estos dos linajes, tal vez por el impulso magnético de la sangre andaluza hacia la corajuda y sabrosa herencia andina, forjándose así de partes semejantes de cada parentela; tanto de la buena de doña Josefa y aquel sagaz aventurero sevillano, (por demás, legador de ciertas maneras gitanas), como la del maridaje Daza con su vieja y postrera diáspora que seria diseminada finalmente en fecundo suelo payanés.  

Por un lado, la indeleble imagen de una foto del “Tío Fercho”, barbado, leyendo “enciclopédicamente” con anteojos de montura tan negra como gruesa, arrellanado sobre sus espontáneas maneras, tan entradoras como encantadoras ─inmejorable conversador diría la Tía Mercedes─; por el otro, la persistente nostalgia, traída a lomo de bestia mientras transitaba, a sus escasos cuatro años, el camino de herradura que conducía a la finca de la siempre bien mentada abuelita Ema, el cálido brío insuflado por ciertos aromas de viejo fogón, por el tono oscuro de la leña vuelta tizne a fuerza del fuego que sustentaba el hogar campesino, donde tuvo origen, en parte, la buena costumbre de narrar historias para amenizar las meriendas. Debemos referir entonces que hace dos meses a William algo extraño le sucedió. 

«Solo un elemento inamovible invade mi mente, el mundo con sus formas, sonidos y olores apabullándome. Lo demás parece ser una impresión indecisa en cada uno de mis sentidos, yendo y viniendo, zumbando en mis oídos, trepidando ante mis ojos, penetrando en mi olfato y estimulando amargamente mi lengua. “¿Cómo se llama?”… “¡Sufrió otra convulsión!”… “No le dolerá”… “Seré tu compañía permanente”… “!También te amo!”… “Te visitaremos”… “Pidámosle a Dios”». 

«Con la fatal y real posibilidad del hecho, el mundo, con ese ejército de seres afectuosos, también fue una avalancha para mi existencia: amistades, familia, vecinos, mascotas y gente desconocida. Otra vida irrumpió con cierta violencia para alternar con aquella realidad que aún se

resiste a desaparecer. Desde una distancia inmensurable me llegan las palabras inseguras pero sabedoras de un argentino conocido. Es Jorge Luis Borges quien me habla al oído. Me dice que en alguna selénica noche de 1939, mientras sonaba una festiva milonga, una caravana de llovidos hombres hizo presencia. Ni el tumulto, ni el bullicio, ni esa luz carmesí que parecía bañar en sangre a los presentes impidió que aquel fulano me reconociera. Me buscó la cara, me escupió con su mirada y sin bacilar un segundo sacó un cuchillo “mataganado” e interponiendo una palabrota entre su humanidad y la mía me dio a entender que me había llegado la hora, que de esta sí que no me escapaba. Yo, sin arma alguna, con el corazón y la respiración huracanados le pedí al Dios eterno una salida de aquel acorralamiento. De pronto, un hombre de ojos desquiciados me tendió su mano con una daga tramontina en ella; un brillo metálico fue lumbre para mi coraje, y entonces, reí con espanto en mi sonrisa.»  

William y el otro salieron. En ninguno había esperanza, tampoco miedo. Empuñaron con firme destreza aquellos filosos hierros con la mano derecha; con la otra apretaron el crucifijo pendido en los desnudos pechos. Sin temor, entonces, se abalanzaron entre sí. Finalmente uno de los dos se vería obligado a imprimir en el cuerpo del otro las profundas marcas de la muerte.  

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