NICOLÁS ESCOBAR BEJARANO
En la sala seis del Museo Louvre (Paris), bajo estrictos controles de seguridad se encuentra la Mona Lisa o también llamada “La Gioconda”, se trata de un óleo sobre tabla de 77 por 53 centímetros creado por Leonardo Da Vinci.
Cerca de 1503, Leonardo comenzó el retrato de una dama florentina: Lisa Gherardini (esposa del mercader Francesco del Giocondo). La majestuosidad de la obra se propagó rápidamente a través de quienes pudieron verla en su taller; así lo atestiguan las copias que se hicieron pronto de la pintura, empezando por el dibujo que realizó Rafael hacia 1504 (conservado asimismo en el Louvre).
Durante los siglos XVII y XVIII la fama de la obra fue languideciendo y en el XIX, la Mona Lisa no era probablemente el cuadro más popular del Museo del Louvre, no colgaba en un sitio especial como en la actualidad, sino junto a otras obras de escuela europea. Los medios de reproducción mecánica no conseguían, -tal vez por la técnica del sfumato utilizada por Leonardo- captar la pintura en todo su esplendor. Aun así, era una obra conocida en el círculo de artistas e intelectuales y muchos autores seguían homenajeándola en sus composiciones.
En 1911, la obra fue robada del Louvre, los investigadores creyeron que el ladrón era un enajenado que se había enamorado de la representada, sin embargo, cerca de 1914, la obra se disparó a la fama después de su retorno triunfal al museo. Desde entonces la Mona Lisa se convirtió en un auténtico ícono popular, reproducido hasta la saciedad, cuya fama aún perdura, incluso entre los artistas. Porque ¿quién no ha revisitado La Gioconda? No sólo los maestros antiguos han imitado y homenajeado el cuadro, también lo han hecho los contemporáneos –Léger, Duchamp, Warhol, Dalí, Botero, Banksy-
Todos han querido confrontarse con este ícono de la cultura occidental.
***Adenda: Terminé la lectura del libro “El quijote: Un nuevo sentido de la realidad” del maestro Estanislao Zuleta, después de dicha lectura llegué a la conclusión de que, la academia tiraniza la libertad que requieren la curiosidad y la espontaneidad intelectual; uno de esos barullos es la importancia excesiva a las referencias en los trabajos, demeritando nuestro propio conocimiento y uso de opinión. El uso excesivo de las notas o llevar insistentemente un método cuantitativo y calificativo de nuestro quehacer intelectual, -algo de por sí, muy molesto- socava la individualidad al tratar de masificar el conocimiento propio, visualizado en números.