CARLOS E. CAÑAR SARRIA
El peor karma que puede tener un pueblo es la ignorancia. Consideramos dos tipos de ignorancia. Una que es imposible o difícil de superar, como es el caso de los idiotas y los imbéciles y la otra, es superable en la medida en que el individuo con capacidad de aprender tenga la voluntad de hacerlo, dadas las condiciones socioeconómicas que deben brindarle el Estado y la sociedad.
Un pueblo preparado y culto intelectualmente, es difícil de ser manipulado, sabe de antemano, de dónde viene y para dónde va, es crítico y autocrítico, no traga entero, práctica la lógica de la duda, para finalmente asumir las mejores decisiones. Infortunadamente, no todos los Estados ven conveniente la educación de los pueblos, porque un pueblo culto es visto como un peligro para el statu quo. De ahí que la educación de los pueblos no está en el orden de las prioridades. Por ello, en muchas circunstancias tiene eco la sentencia en el sentido de que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.
La madurez política de los pueblos se concibe dentro de unos parámetros que permitan a los asociados participar activamente de las decisiones gubernamentales y en los beneficios de las acciones del poder. El pueblo, en el régimen político democrático, considerado el constituyente primario, debe estar revestido de una adecuada preparación intelectual que le signifique actuar con relativo acierto en los asuntos de interés público.
En una verdadera democracia, los gobernantes no son más que unos simples comisionados para obedecer o acatar la voluntad popular. Los buenos gobernantes se identifican con las aspiraciones y requerimientos del pueblo. Tienen unos objetivos y derroteros claros y realizables. No se ahogan en el mar de lo superfluo y priorizan lo sustancial. Improvisan poco y aciertan más. No actúan en contravía de quienes han depositado en ellos la fe y la esperanza en un futuro mejor.
Hace unos años, un estudiante de Derecho nos preguntaba durante una clase de Ciencia política: ¿qué entendíamos por gobernar? Le respondimos que “Gobernar es poder cohesionar a un pueblo en objetivos comunes”. Lo cual significa que quien gobierna debe caracterizarse por un liderazgo que haga sentir a los gobernados un compromiso permanente con todas las cosas que les atañe. Sólo en este sentido se pueden también compartir responsabilidades. Cuando no existe liderazgo los fracasos siempre terminan acorralando a los gobernantes. Decidir y actuar a espaldas de la gente son errores que se pagan muy caro. Dan lugar a la peor crisis que es la pérdida de legitimidad del poder. El pueblo termina sintiendo el país como barco sin timonel, mientras los problemas crecen, las soluciones escasean y el pueblo siempre tiene que perder.
Así como el pueblo debe estar preparado intelectualmente para actuar con relativo acierto, los gobernantes deben estar preparados en el arte de gobernar. Un gobernante sin preparación intelectual es un gran robo. Como en todos las artes y oficios, para gobernar hay que saber. No se trata de sabérselas todas, de estar a la altura de los verdaderos sabios al estilo platónico, sino de interpretar las necesidades y demandas de la población y actuar con prontitud, mesura y acierto, salvaguardando siempre el interés público.
Lo que no se puede obviar es el hecho de que el buen gobernante debe ser estudioso, juicioso, también crítico, autocrítico y contar con sentido de previsión. Debe estar asesorado y rodeado siempre de los mejores, de los más estudiosos, de los más comprometidos, de los más capaces, de los más abnegados, de los más éticos, etc.; es decir, acompañado de aquellos ciudadanos poseedores de una serie de virtudes que les permita contribuir con éxito al logro de una buena administración. Saberse rodear es cuestión de tino y de sabiduría.
Asunto muy escaso en las administraciones modernas, caracterizadas más por el clientelismo, la burocracia, el amiguismo, el nepotismo, etc. que por utilizar la política como un servicio público. En un país como el nuestro-con algunas excepciones- acceder a los altos cargos mediante criterios meritocráticos no deja de ser un sofisma o una utopía. De ahí tanto vicio, tanta patología y tanto desacierto en el ejercicio de la administración pública. Por eso lo que debiera ser público termina privatizado, lo que debiera ser ético termina viciado, etc.
Da grima ver en no pocas dependencias oficiales una partida de ineptos e incompetentes. La falta de liderazgo en algunos municipios y regiones resalta a la vista. Esto inevitablemente ha contribuido a la carencia de una cultura política democrática, al deterioro del nivel de vida de la población, a no pocas violencias, a la pauperización de la sociedad y al desencanto de la política.