Columna de Opinión
Por: Orlando Restrepo Jaramillo
Qué tal llegar un día a Popayán y poder encontrarse en un café, como El Alcázar, que existió en esa ciudad, y sentarse en torno a mesa surtida de vino, en compañía de tres de los grandes de la literatura teniendo esa ciudad como epicentro: Felipe García Quintero, Giovanni Quessep y Juan Esteban Constaín. Los tres poetas inmersos en la esencia de esa urbe, donde la intelectualidad se da silvestre.
Felipe García Quintero, descubriendo en bosque de palabras horizonte con expresión de canes, dándole al yunque del poema su tinte pubenzano; metiéndole el hombro a la poesía, hecha con sorpresa por sus inventadas ganas, hablando de seres, que no creen en derrotas, pero sí en las orillas de un río, como el tiempo, llevándose la vida por cauce de angustias. Él, con seriedad académica, editor formal, exaltando a los poetas por Popayán pasando y deambulando todavía. Referente del escribir bien, de la sobriedad en la escritura, con la altisonancia memoriosa de Guillermo Valencia, Rafael Maya, José Ignacio Bustamante… “Todo porque la rotura del pulso en la voz, a modo de variados murmullos y paisajes, hizo latir del fondo más oculto una cuerda secreta: la del amor” según su propia expresión en “Horizonte de perros” uno de sus textos. Gavia, donde oteamos la belleza.
Giovanni Quessep, con su poesía salpicada de azul, como si la nostalgia del mar le impusiera marina antología personal. (Edición de la Universidad del Cauca.) Se me antoja esta carta de despedida, hecha en momento de encendido crepúsculo, cual vino derramado en la mesa de arrobado cielo; de esos que encendían los ojos de Álvaro Pío Valencia, cuando cada tarde se asomaba a verlo morir desde el caserón paterno, donde la historia permanece.
Quessep con su arte poética coral: oyéndose así mismo “en el rumor del hielo sagrado: las voces de lo invisible, que convirtieron a Serezhada en un libro de hojas color vino; el palacio de cristal donde Merlín encantó a Dulcinea, y el huerto donde Eva inventó una manzana para curar ansias de amor y nostalgias de enamorado, como en las mil y una noches; el escudo de plata que dejó ciego a Homero; el árbol del fin del mundo que le dijo a Alejandro que no volvería a ver las calles ni las muchachas de Grecia. Las ciudades celestes de torres de lapislázuli que prefiguran el cielo estrellado en la mitología de los Babilonios; la desgarrada túnica de jeroglíficos y pájaros del adolescente adorador de la luna: cosas que, en feliz expresión de Salustino, no ocurrieron jamás, pero son siempre” Poetas como él y como Raúl Gómez Jattin, inolvidables. Con la pluma, en sus manos, arando en surco de estrellas.
Y Juan Esteban Constaín traductor, escritor, sin libro de poesía, pero también poeta. Sus escritos, poema largo hablando de fútbol, de rock, de historia, de guerras, de creadores, de brujos y científicos. Con encantamiento. Es de los escritores que embelesan, cuando se abren sus textos, uno no vuelve a cerrar los ojos hasta que llega a la última página y se queda como ensimismado, y se pregunta, ¿Cuál Dios lo provee de tanto conocimiento.?
En su libro < Ningún tiempo es pasado. > de crónicas y perfiles “busca desentrañar del pasado la novela que hay en él, la novela y el canto y el cuento. Porque ningún tiempo es pasado… nada ocurre en vano, nada pierde del todo sus huellas. Y eso es lo que nos hace humanos, el hombre es un animal que recuerda aun cuando quiere olvidar…” Según dice al final de su introducción.
Eso explicaría, el volver a Popayán, a seguir en la poetidianidad también con Titocé, Marco Antonio Valencia, Rodrigo Valencia Quijano, Guido Enríquez, Hilda Pardo. quienes no se cansan de ser poetas, por la gracia y el encanto de la poesía.