ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ
Durante la cuarentena que empezó en marzo-2020 perdí el gusto por el fútbol, debido a varias cosas. Antes era fanático de la selección Colombia y de un equipo local y algún otro equipo de Argentina y de Brasil. Estaba dominado por una cierta enajenación que no me permitía ver críticamente la gran cantidad de circunstancias anómalas que siempre han condicionado a este deporte.
En él todo ha sido dinero, ha sido un gran negocio para todos los vinculados a esta actividad directa o indirectamente. Lo que menos ha importado es el fútbol, el juego en sí.
El periodismo deportivo, que vive del fútbol casi exclusivamente, es el encargado de agitar las pasiones y las barras bravas, y -claro- luego se queja de la violencia desatada. Ahora, con la emergencia sanitaria, cuando no hubo fútbol, pudimos librarnos de muchos de estos manipuladores, que juran sabérselas todas, pero que con voz apagada pedían a sus amos el pronto regreso de los partidos.
Al mismo tiempo, vimos a los dirigentes en todo su esplendor: puramente codiciosos, grandes corruptos, y enjuiciados a nivel nacional e internacional.
También hubo espacio para sopesar las implicaciones de los dineros invertidos en las compras de equipos y de jugadores, que en la mayoría de los casos lavan muchos dólares del narcotráfico y de otros delitos. No hay en ello nada para enorgullecerse, no se trata de jóvenes colombianos triunfando en el exterior, los juegos de capitales no tienen patria. Un ejemplo entre muchos fue la pataleta de Messi, el llamado mejor jugador del mundo, que protestó hasta cuando llegó su padre, se calló cuando firmaron el nuevo contrato, y se quedó dónde estaba. No importó el juego, ni los hinchas, ni su patria, todo lo decidió el dinero.
Hubo un tiempo en que parte de la identidad colombiana, el sentimiento de la colombianidad, afloraba cuando la selección ganaba; todos nos sentíamos pertenecientes a un grupo especial, patriotero, y salíamos a las calles con banderas y camisetas, jornadas que terminaban con peligrosas rumbas. Temporalmente no nos importaban los problemas sociales. Pero ahora, con el virus, y aunque gane la selección, la suspensión futbolera nos dejó tiempo para valorar muchos de estos significados, sin los alaridos de locutores y comentadores, pero siempre con las torpezas de directivos y jugadores.
Y nos dimos cuenta –por fin- de que podíamos vivir sin el fútbol, y que hay otras actividades mejores y más limpias. El fútbol ya no es “el deporte del pueblo” porque ahora es de los grandes inversionistas, de los magnates mafiosos, y es claro que para poder disfrutar de los partidos –solo por TV- hay que pagar a las multinacionales.
Tampoco los jugadores son “héroes” sino solo contratistas ególatras, que no ocultan sus miserablezas ni guardan pena por la pérdida del juego bonito. Y los dirigentes son lo peor, todos capando cárcel.
No existe “la casa de la selección”, ahora hay unos estadios vacíos, y si se llenan habrá reventas y estafas con las boletas, y todo se reducirá al negocio televisivo financiado por apuestas para nada santas.
Ya no nos atrapan con “los goles de la semana”, ni con “las altas y bajas de los equipos”, ni nos cautivan las copas internacionales, ni las estrellas nacionales, todas ellas haciendo parte de oscuros negocios ligados al crimen organizado.
Ni James ni Falcao en manos de sus manejadores son noticia con sus altibajos, como sí lo son las protestas ciudadanas, las mingas, que son vistas y reconocidas ahora como derechos y deberes.