JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA
Mi madre me había hablado de ellas y por lo que supe luego, eran personas trabajadoras en diferentes oficios y algunas por añadidura, sacadoras de aguardiente, más conocido por “chiquito”.
Todas se conocían, pues las familias venían de generación en generación desde la Colonia y se asentaron allí por el incipiente comercio nacido de ser la única entrada por el norte a la ciudad. Allí se permitía el descanso y el acicalamiento, así como el arreglo de cargas para la salida. Por ello se tejieron bellas y recordadas historias, que es menester sacar del olvido.
En ese lugar se destilaba aguardiente de contrabando. La faena de preparación comenzaba al atardecer y finalizaba en las primeras horas de la mañana, labor que cambiaba de rutina para que los celadores de la Licorera del Cauca llegaran a destiempo. Como eran caras conocidas, así se disfrazaran los reconocían de una, cuando venían Humilladero abajo. El primer vecino que los distinguía, era don Julio Ramos el del taller de forja, cuyo emblema era un Caballito, quien tacaba el martillo más duro que de costumbre y los vecinos de enseguida se apresuraban a quemar cohetones o gritaban a grito herido: El Liberal, si era uno; Liberal y Tiempo, si eran dos y nos jodimos decía “Manguera”, si eran más de tres. La voz corría como perro envenenado hasta los recodos de El Recuerdo.
Misiá María, sí que tenía fama de astuta y sabida. La primera vez que le hicieron una ronda por denuncia, no alcanzó a esconder los utensilios ni el fragante líquido. Entonces, la hija más bonita, con la paila guardada en el oval de la cintura, se dio en picar ojo a los representantes de la ley, mientras la madre solícita y taimada, como última salvación, quebraba los envases en el patio y guardaba los picos y el trasero, para desvirtuar el número de botellas y la prueba. Muchas veces regresaron con los crespos hechos pues no encontraron sino un reguero de vidrios sobre el piso del solar.
Así se la pasaban: unos tratando de coger el contrabando y los otros escondiéndolo: ya en las materas, al pie de los colinos de plátano, en el horno, en el “soberao” o en los grandes bolsillos del refajo que tapaba una enagua ñapanguera, que ningún intruso se atrevía a levantar por cuanto en esa bella época primaba la decencia y era delito o atrevimiento social alzarle la falda a las señoras.
Empero, todo tiene su límite y los sustos suman como una enfermedad contagiosa sobre los años que pasan. En uno de tantos días, alguna vecina envidiosa, que no falta por estos lares, dio parte a la Licorera que en casa de María estaban sacando aguardiente ¡y del bueno! Emprendió la autoridad el viaje sin dilaciones para coger desprevenido el correo informativo que escampaba de la lluvia o al maestro Ramos que descansaba cabeceando bajo las arcadas del puente del Humilladero, sin alcanzar a dar la voz de alerta.
Cuando estaba la faena en su apogeo arribaron los guardianes pidiendo a gritos la apertura de la puerta porque había denuncia formulada. El anciano jefe de la casa, temeroso de que algún día los pillaran, pues no era partidario del negocio, aunque le jalaba a la primera prueba, quedó pasmado de un tirón y refieren que se le fueron las aguas pierna abajo. Sin embargo puso oídos a lo aconsejado por María y sacando voz donde no tenía, cacareó a los vigilantes: ¡esperen un momento! ¡ se envolataron las llaves!
Al fin, y evitando que tumbaran la puerta, abrió. Los celadores se abalanzaron como perros de caza, escarbaron, desocuparon materas, se subieron al “tumbao”, voltearon la cocina al revés y al derecho y, por último penetraron a las piezas para buscar entre los armarios y debajo de las camas. A punto de llegar a la habitación donde se encontraba la vieja María, su esposo casi sufre un patatús. Reaccionó sacando valor donde no tenía y amenazador se opuso. Más fue tánta la insistencia y tan mayúsculo el pereque, que se sintió obligado a dejarlos pasar.
Al entrar se presentó un cuadro desgarrador. La pobre vieja tendida en la cama se quejaba con gemidos lastimeros dignos del mayor crédito. Sus hijas le ponían: la una, vinagre en la cabeza; la otra un pañolón con “mentolato”. Inundaba el ambiente un penetrante olor a incienso y eucalipto. Los agentes se miraron unos a otros y sin atreverse a mover un dedo optaron por retirarse presentando rendidas excusas.
El viejo, que Pedro se llamaba, los acompañó hasta la puerta. Los vecinos que ya habían salido lo vieron de cuerpo entero temblando del puro “cullillo”, pero el viejo antes de cerrar sostuvo una y mil veces que era de la puuu…ra ira. Se encaminó al aposento y cuál no sería su sorpresa cuando a doña María le habían quitado las cobijas y se encontraba completamente cubierta de canecas y medias de aguardiente caliente y la paila humeando sobre el vientre. Ahora sí que se lamentaba de verdad y “todo por evitar una deshonra a sus hermosas hijas casaderas” y a este viejo “resabíao” Cuenta mi madre que la vieja María enfermó al poco tiempo del susto y la quemada y, no pudiendo burlársele a la muerte, falleció. El señor Idrobo, amigo de la casa y espiritista del barrio, afirma que la ha llamado varias veces sin respuesta alguna, y lo más probable, es que esté por los lados del cielo, porque habiendo tanto “patojo” en el infierno, ya era hora de que se hubiese sabido.